La primera vez que Maite Herreras (Valladolid, 1962) se lanzó a una piscina en competición, el murmullo del público se transformó en silencio. Aquella niña menuda, sostenida por dos muletas, parecía frágil, casi quebradiza. Tenía solo doce años y un cuerpo liviano, pero cuando el agua la envolvió, se transformó: cada brazada era un relámpago, una descarga eléctrica. Nadó tres pruebas. Ganó tres oros. Y en ese instante nació la ‘Sirena del Pisuerga’, la primera adolescente prodigio de la natación paralímpica española.
Durante una década, entre los Juegos Paralímpicos de Toronto 1976, Arnhem 1980 y Nueva York 1984, la vallisoletana acumuló trece medallas; sumó además veintiuna en los mundiales anuales de Stoke-Mandeville, precursores de los Juegos, y cincuenta y nueve oros en campeonatos de España.

La natación para fortalecer sus piernas
Su historia había comenzado mucho antes, cuando apenas tenía ocho meses y la epidemia de poliomielitis que asoló España entre 1956 y 1963 la alcanzó también a ella. Los médicos recomendaron la natación como terapia para fortalecer sus piernas. Así, en la piscina cubierta del Instituto Zorrilla, en Valladolid, una niña con una burbuja rosa a la espalda descubrió su libertad.
“Al principio pensaba que no flotaría y me hundiría, pero desde el primer día me sentí cómoda y libre. Me manejaba mejor en el agua que fuera de ella”, recuerda. Aprendió deprisa, aunque tuvo que esperar: en el deporte adaptado no permitían competir a menores de doce años.
Cuando por fin pudo hacerlo, ‘Cunino’ Hernández, pionero de la natación castellano-leonesa, la reconoció como un diamante en bruto. Bajo su tutela, Maite entrenaba junto a nadadores sin discapacidad, sin que nadie la tratara como diferente. “Siempre me sentí arropada por mis compañeros y por mi entrenador. Nunca me rechazaron ni sentí discriminación. Quizás porque he sido muy echada para adelante, no me arrugaba ante nadie. Y también porque mis padres nunca me sobreprotegieron: si algún día no quería entrenar, ellos me empujaban a ir a la piscina”, relata.
Su bautismo competitivo llegó en Zaragoza, en 1974. Medía apenas un metro y medio, y los demás la miraban con ternura y condescendencia. “Me decían: ‘Tú no te preocupes, pásatelo bien y disfruta’. Juan Alcocer, que presidió la Federación Andaluza de Deportes para Minusválidos y fue jugador de baloncesto en silla de ruedas, al verme tan pequeña me regaló un bañador porque creía que no iba a ganar nada”, cuenta. Pero cuando Maite entró al agua, Alcocer dejó caer la cámara y rompió a llorar de emoción. La niña se llevó tres oros.

La única mujer española en Toronto 1976
Aquel brillo no tardó en llamar la atención del seleccionador nacional, Antonio Hernanz, quien la convocó para los Juegos Paralímpicos de Toronto 1976. Era la única mujer de toda la delegación española. “Cuando me lo comunicaron pensé que era una broma. Apenas tenía catorce años. La federación tuvo que enviar a una mujer para acompañarme, aunque siempre me iba con mis compañeros de natación, atletismo o baloncesto. Todo era nuevo. Fue increíble. Es imborrable lo que viví en Canadá, lo máximo que me pasó en mi carrera”, recalca.
Ante 24.000 espectadores reunidos en el Hipódromo de Woodbine, Maite encabezó el desfile español en la ceremonia de apertura. “Llevaba un traje color crema que me hicieron a medida. Era la primera y única vez que llevé falda”, confiesa. En la piscina, destacó como pocas: oro en 75 metros estilos, plata en 25 mariposa, plata en 50 braza y bronce en 50 libre. “No iba de vacaciones, tampoco tenía miedo de nada, y me llevé cuatro medallas. Nadie me conocía, pero a partir de ahí las rivales ya me consideraban un peligro, me llamaban ‘la española’”, dice.
Su hazaña fue reconocida por la Agrupación Española de Informadores Deportivos de Radio y Televisión, que la nombró mejor deportista del año. Poco después, los medallistas fueron recibidos por el rey Juan Carlos I en la Casa Real. “Me acababan de operar de un pie y estaba escayolada. Cuando me saludó, se preocupó por mí, pidió una silla para que me sentara, pero me negué: mis compañeros estaban de pie y no quería llamar la atención”, recuerda riendo.

Seis medallas en los Juegos de Arnhem 1980
A los dieciocho años, ya mayor de edad, la vallisoletana llegó a los Juegos de Arnhem 1980 con la madurez de una veterana. Allí conquistó seis medallas: cuatro platas (100 espalda, 25 mariposa, 200 estilos y 100 braza) y dos bronces (100 libre y 4×100 estilos).
“En Holanda por fin había chicas en el equipo con las que compartir momentos; incluso éramos suficientes para formar un relevo. Hicimos mucha piña”, asegura. Pero la felicidad deportiva contrastaba con la indiferencia social. “Lo peor fue la vuelta a casa. La sociedad no nos veía como deportistas. Para las instituciones no contábamos: éramos unos pobrecitos en silla de ruedas que se rehabilitaban a través del deporte. Notaba el cariño de la gente de la calle, pero los organismos oficiales se portaron mal conmigo”, lamenta.
Ni la falta de reconocimiento apagó su entusiasmo. Alegre, perseverante, con una sonrisa perenne, siguió entrenando hasta llegar a sus terceros Juegos Paralímpicos, en Nueva York 1984. Allí, en la ciudad de los rascacielos, volvió a brillar: dos oros en 50 libre y 50 braza, y una plata en 50 espalda.
Sin ayudas, colgó el bañador
Al año siguiente colgó el bañador tras ganar un bronce en un encuentro internacional en Fulda (Alemania). “Estaba terminando de estudiar magisterio en la Universidad y, sin ayudas, no podía compaginar el trabajo con seis horas de entrenamientos diarios en la piscina. Después de trece años nadando decidí dejarlo”, apunta.
Quiso hacer el curso de entrenadora, pero no la dejaron: “No me dieron explicaciones, pero tampoco hacía falta: era mujer y con discapacidad, no me veían capaz de enseñar a los niños. Fue duro, así que corté de raíz con la natación. Me dolió mucho porque me hubiese gustado trasladar a otros jóvenes lo que sabía”, añade.
Desde entonces no ha seguido de cerca la evolución de las generaciones que tomaron su testigo, pero celebra la transformación del deporte paralímpico en España. “Afortunadamente sé que todo ha cambiado: ahora tienen becas económicas, patrocinadores y un gran respaldo. En mi época, mis padres lo tuvieron que pagar todo de su bolsillo. No teníamos ni material. Nos daban un saco con un chándal cuyo pantalón me sobraba la mitad y, cuando terminaba la competición, tenía que devolverlo. Pero fui de las que puso su granito de arena para que hoy nuestros nadadores tengan estas infraestructuras y comodidades. Es un orgullo”.
Así habla Maite Herreras, la ‘Sirena del Pisuerga’, una pionera adelantada a su tiempo que aprendió, desde niña, a transformar la adversidad en fuerza y el agua en libertad.



