De algunas de ellas apenas hay reseñas y muchas siguen en el hangar del olvido. Sufrieron la marginación de la sociedad y durante décadas las instituciones les dieron la espalda. Pero nunca claudicaron, con valentía, talento, perseverancia, lucha e inconformismo abrieron caminos ignotos, se rebelaron contra los estereotipos, perdieron los miedos y los tabúes y plantaron cara a los obstáculos para acceder al ámbito deportivo. Todas ellas, mujeres sobresalientes, inspiradoras y pioneras que no han parado de cosechar éxitos en los 55 años del deporte paralímpico en España.
“Mis padres estuvieron ocho años pagándole a un monitor porque no me dejaban nadar con el resto de niños por tener discapacidad. Después formé parte de un club deportivo que fundó la Asociación Nacional de Inválidos Civiles (más tarde Instituto Guttmann) y en una instalación municipal nos dejaban la piscina pequeña los sábados por la tarde y nos apagaban las luces para que nadie se percatase de que estábamos allí entrenando”. Es el relato de Carmen Riu, primera medallista española en unos Juegos Paralímpicos, una precursora de la natación que puso su granito de arena para construir el deporte paralímpico español que es y conocemos hoy.
“Mujer y con discapacidad, éramos inservibles para la gente. Nos trataban diferente, nos veían como bichos raros. El carnet de identidad ya nos marcaba, en nuestra profesión ponía inválidos. Para la sociedad no valíamos nada, nos miraban como si fuésemos a infectarles algo. Era muy difícil para nosotros, teníamos que superar muchas barreras”, asegura esta barcelonesa, víctima de la poliomielitis, una epidemia que afectó a la población infantil entre 1950 y 1964.
Sin apenas preparación, instalaciones, material ni ayuda económica, España se estrenó en unos Juegos en Tel Aviv 1968, una ciudad militarizada y con clima posbélico ya que un año antes Israel ganó la Guerra de los Seis Días. En la expedición española, formada por 11 deportistas, se encontraban Carmen Riu y Rita Granada, dos jóvenes nadadoras, las primeras representantes femeninas en una cita paralímpica. En la piscina brilló Carmen, quien ganó dos platas, un logro que pasó desapercibido por el desconocimiento de la sociedad. “Cuando nos tocó competir, a nosotras nadie nos acompañaba. Y cuando nos reunimos con el resto del equipo, ninguno creía que había ganado dos medallas”, recuerda.
En los siguientes Juegos, en Heidelberg 1972, a ambas se les unieron siete chicas más, entre ellas, Cointa Madrazo, Visitación Domínguez, Mari Carmen Gil o Rosa María Lestán (del resto solo hay constancia de sus apellidos: Conesa, Fernández y López). Aquel evento debió celebrarse en Múnich, pero la organización vendió los apartamentos de la Villa Olímpica y el acontecimiento se trasladó a más de 250 kilómetros. Riu ganó la plata en 50 metros espalda, pero la rechazó y la tiró al suelo como señal de protesta. “Por eso no aparece en las estadísticas, intentaron taparlo. Con 21 años me retiré de la competición. No me parecía bien el trato que nos daban con respecto a los olímpicos”, añade.
En los últimos años del franquismo la presencia de la mujer en el deporte seguía siendo escasa y a cuentagotas. Había cierta tolerancia porque se veía como parte de la rehabilitación de las personas con discapacidad. A golpe de brazadas que salpicaban éxitos, Maite Herreras consiguió cambiar miradas de conmiseración por otras de respeto y admiración. La ‘sirena’ del Pisuerga fue el primer prodigio adolescente de la natación, conquistó 13 medallas en tres Juegos Paralímpicos.
Con 12 años rompió el cascarón en su primer Campeonato de España. “Era un retaco y cuando entré en el pabellón la gente me decía con condescendencia: ‘Tú no te preocupes, pásatelo bien y disfruta’. Un señor, al verme tan pequeña me dijo que como no iba a ganar nada, me regalaba un bañador. Me llevé tres oros”, relata entre risas. Su talento no pasó desapercibido para Antonio Hernanz, seleccionador nacional, que la reclutó para disputar los Juegos Paralímpicos de Toronto 1976, siendo la única chica de toda la delegación española.
“Apenas tenía 14 años y la federación tuvo que enviar a una mujer para no dejarme sola, aunque siempre me iba con mis compañeros de natación, de atletismo o de baloncesto”, comenta. Sumó cuatro metales: un oro, dos platas y un bronce. Un botín que le sirvió para ser reconocida como la mejor deportista por la Agrupación Española de Informadores Deportivos de Radio y Televisión. La vallisoletana volvió a relumbrar en Arnhem 1980 con seis medallas -cuatro platas y dos bronces- y en Nueva York 1984 con dos oros y una plata. Al siguiente año colgó el bañador.
“Lo peor era la vuelta a casa, la sociedad en general no nos veía como deportistas. Para las instituciones no contábamos para nada, éramos unos pobrecitos en silla de ruedas que nos rehabilitábamos a través del deporte, nada más. Decidí dejarlo porque sin ayudas no podía compaginarlo con el trabajo. No teníamos ni material, nos daban un saco con un chándal cuyo pantalón me sobraba la mitad y cuando terminaba la competición tenía que devolverlo. Después quise hacer el curso de entrenadora y no me dejaron, no me dieron explicaciones, pero tampoco hacía falta, era mujer y tenía discapacidad, no me veían capaz de enseñar a los niños. Fue duro, así que corté de raíz con la natación, me dolió mucho porque me hubiese gustado trasladar a otros jóvenes lo que sabía”, lamenta.
En la década de los 80 se abrió el abanico a deportistas ciegas o con deficiencia visual y aparecieron las primeras féminas en atletismo, con Goyita Madrid, quien ganó un bronce en Arnhem 1980, y Puri Santamarta, la mejor velocista invidente de la historia. Disputó siete Juegos y coleccionó 16 preseas, 11 de ellas de oro, muchas aderezadas con récords del mundo que perduraron mucho tiempo. Subió al podio en las citas de Arnhem 1980, Nueva York 1984 y Seúl 1988, aunque su explosión llegó en Barcelona 1992, donde se convirtió en la única española con un póker de oro en pruebas individuales en unos Juegos. Ganó en 100, 200, 400 y 800 metros.
“Ahí me sentí una estrella, la gente se volcó, iba a vernos en masa, lo que vivimos fue un sueño. Firmé muchos autógrafos, incluso a dos monjas que nos pararon por la calle”, confiesa riendo. Aún no se había constituido el Comité Paralímpico Español y la única ayuda con la que contaron era de unas 60.000 pesetas (360 euros) al mes que la ONCE les dio para preparar el evento desde enero hasta septiembre. Por las medallas no recibió ninguna recompensa económica, algo que cambió en Atlanta 1996.
Tuvo que compaginar el deporte con su trabajo como vendedora del cupón y el cuidado de sus dos hijos. “Estuve a punto de dejarlo porque no podía con todo. Pedí una excedencia de un año y pasé de ganar 200.000 pesetas al mes a cobrar 60.000, era un cargo de conciencia importante, así que tenía que ganar, la plata habría sido un fracaso”, recuerda. Conquistó tres oros y percibió 150.000 pesetas (900 euros) por cada uno. Atenas 2004, con un bronce al cuello, fueron sus últimos Juegos. “Me había llevado desengaños y promesas incumplidas, no me sentía valorada. No podía pelear por un oro cuando tenía que trabajar ocho horas diarias y luego ir a entrenar y cuidar a mis hijos. Si hubiese vivido del deporte habría sido mejor atleta”, enfatiza.
En Barcelona’92 comenzó la explosión del deporte femenino paralímpico, con 34 medallas conseguidas por mujeres de las 107 en total. La natación continuó siendo el principal caladero de éxitos, con nombres propios como el de Arantxa González, Laura Tramuns, Sonia Guirado, Begoña Reina, Silvia Vives, Ana Belén Bernardo, M. Paz Montserrat, Regina Cachan o Ana Martín, grupo que tomó el relevo de nadadoras destacadas en los 80, como Pilar Javaloyas y Anna María Peiró, quienes lograron 13 y 10 medallas en los Juegos, respectivamente.
En la Ciudad Condal se estrenó el ciclismo y el único oro español lo firmó Belén Pérez, guiada por Ignacio Rodríguez. La granadina fue una pionera del pedal, tuvo una carrera efímera de apenas cinco años en los que le dio tiempo a coleccionar títulos, maillots y trofeos que la confirman como la mejor ciclista española con deficiencia visual. En apenas unos meses pasó de rodar con amigos en ‘grupeta’ a ganar el oro en Barcelona’92. “Fue la mejor experiencia de mi trayectoria. Jamás pensé que la gente nos iba a hacer sentir al mismo nivel que a los olímpicos, porque hasta esa cita la sociedad no les daba importancia a las personas con discapacidad”, dice. Con una plata en fondo y un bronce en el velódromo de Atlanta’96 dejó el ciclismo, con solo 23 años, debido a las dificultades que tenía para compaginar la alta competición con su labor como profesora.
Con guantes ajados, una protección casera hecha con una garrafa de plástico bajo la chaquetilla y una desvencijada silla de ruedas de los años 60, Paqui Bazalo alcanzó la cima en el pabellón INEFC de Montjuic blandiendo la espada. La malagueña, que sufre poliomielitis, fue una de las protagonistas de la embrionaria selección española de esgrima que sorprendió en los Juegos de Barcelona. Su ambición y pundonor empujaron más de lo que restaba su bisoñez, apenas llevaba diez meses manejando el acero e hizo historia con una presea dorada. “Tuve la suerte de entrenar con los pentatletas olímpicos de España, los chicos me machacaban, pero eso me ayudó y me hizo ser explosiva”, cuenta.
Con la muñeca anestesiada por una lesión, manos rápidas y una calma gélida fue despachando a rivales más experimentadas, incluso en la final a la francesa Josette Bourgain, campeona en Seúl’88, con una estocada para la eternidad. Unas horas después llegó otro subidón con el bronce por equipos junto a Cristina Pérez y Gema Hassen-Bey. “Estábamos en inferioridad de condiciones porque no teníamos recursos, éramos una selección pobre, pero lo suplimos con valentía y orgullo. Antes éramos unas grandes desconocidas, no les interesábamos a nadie y desde entonces teníamos nombres y apellidos», subraya.
Ese mismo tridente repitió bronce en Atlanta’96. Una vez retirada, Bazalo se dejó el alma para ayudar durante 13 años a otros deportistas a través del Plan Paralímpico en la Fundación Andalucía Olímpica. Su compañera Hassen-Bey fue otra ‘mosquetera’ indomable que rompió moldes con cinco Juegos Paralímpicos en su hoja de servicio y tres bronces. De cabellera rubia y sonrisa perenne, fue la primera niña que ingresó en el Hospital Parapléjico de Toledo -sufrió una lesión medular en un accidente de tráfico-, donde pasó toda su infancia. En Barcelona’92, contra todo pronóstico y sobre una silla obsoleta, Gema ganó un bronce individual, que suponía la primera medalla de la esgrima española.
La clasificación para Pekín 2008, su última cita paralímpica, fue una travesía azarosa y lo logró después de marcharse a Hong Kong para prepararse durante meses con el equipo chino. “El seleccionador español no contaba conmigo, quería llevar solo a los chicos, no lo entendía porque sacaba mejores resultados que ellos. Me sentí discriminada por ser mujer y por mi orientación sexual, lo pasé mal. Pero cuando me ponen un reto voy a por él. Empecé en la esgrima sin el apoyo de mi padre, él fue mi primer rival, me castigaba sin salir, pero me saltaba sus prohibiciones y me buscaba la vida para perseguir mi sueño”, recalca la madrileña, que en los últimos años desafía a la montaña con una handbike, siendo la primera mujer en ascender al Teide impulsada por los brazos.
Por equipos femenino, España solo cuenta con una medalla paralímpica, la plata del goalball -único deporte creado para ciegos- en Sídney 2000, que desde entonces no acude a unos Juegos. Aquel plantel, capitaneado por Paco Monreal, estuvo formado por Mari Ángeles Calderón, Concepción Dueso, Concepción Hernández, Sara Luna, Jessica Malagón y María Begoña Redal. El baloncesto en silla de ruedas tuvo que esperar 29 años para volver a participar en unos Juegos. Lo hizo en Tokio 2020 y unos meses después escribió su página más brillante con un bronce en el Europeo de Madrid, la primera medalla de su historia. Está viviendo su mejor etapa después de años en el ostracismo.
Eso lo sabe bien Ramón Gisbert, el principal impulsor del baloncesto femenino, la persona que promovió en 1976 en Cataluña el primer partido con participación de mujeres y la creación de la Copa de la Reina y de una Liga que apenas duró varias ediciones. Él fue el seleccionador que dirigió en Barcelona a Chelo Gómez, Begoña Baños, María José Moya, Montse Gracia, Pepi Rosa, Antonia Montoro, María Comino, Loli Sanda, Ana Rosa Casal, Matilde Ruiz, Candelaria Vera y María José Sola, las primeras en disputar unos Juegos Paralímpicos.
“Era muy complicado llevar adelante la preparación del equipo, mientras los hombres tenían sillas nuevas y personalizadas, nosotras tuvimos sillas de talla estándar, algunas nos llegaron en la misma Villa Olímpica, solo contamos con tres concentraciones y las chicas tenían poca fundamentación de baloncesto”, lamenta Gisbert. Una de las que trabajó años en la sombra y derramó lágrimas por los obstáculos fue Matilde Ruiz, la única deportista española que ha competido en tres disciplinas diferentes en los Juegos -natación y atletismo en Arnhem 1980 y baloncesto en Barcelona 1992-.
“En los inicios nos enfrentábamos a hombres porque no había chicas suficientes y nos daban palizas terribles. Éramos tan pocas que llegué a jugar incluso embarazada de seis meses ya que nos faltaba gente. Sufrimos discriminación, se volcaban con la selección masculina y a nosotras nos daban las sobras. No teníamos material, a veces ni íbamos equipadas, vivimos penurias, todos los gastos salían de nuestro bolsillo y antes de ir a un campeonato nos veíamos directamente en el aeropuerto, apenas entrenábamos algún fin de semana. Competíamos con rivales que tenían sillas de última generación, nosotras jugábamos con las de paseo. No teníamos fisioterapeutas ni mecánicos, si en un partido se pinchaba una rueda, las que estábamos en el banquillo las cambiábamos. Nosotras les allanamos el terreno a las posteriores generaciones”, afirma.
Sonia Ruiz, capitana de la actual selección, tampoco lo tuvo fácil. Estuvo presente en el resurgir del baloncesto femenino hace ya dos décadas y también tuvo que sortear innumerables barreras. Jugaban por pasión, sin ayudas, acudían a torneos después de realizar concentraciones que pagaban ellas, quedándose en casa de alguna compañera y durmiendo en colchones, en sofás o en el suelo. “Nos tocó vivir dificultades y llevarnos muchos palos extradeportivos, pero cuando trabajas con pasión y crees en lo que haces, se acaban alcanzando las metas”, dice la jugadora y presidenta del UCAM Murcia. Fue la primera española en jugar en el extranjero -Australia- y en ganar la Liga y la Copa del Rey con un equipo mixto, ya que no hay competición femenina. España ha dado un gran salto, codeándose con las mejores.
En la nieve, aunque han sido pocas, las mujeres también han vertido su talento y han dejado su indeleble impronta. Susana Herrera -falleció en 2019 debido a un cáncer de pulmón- fue la precursora. Con 23 años sufrió dos paros cardíacos y se quedó ciega, con hemiplejia y perdió el habla. El esquí alpino fue su tabla de salvación y en Innsbruck 1988 sumó las primeras medallas para España en unos Juegos Paralímpicos de Invierno con un oro en descenso y un bronce en slalom gigante. Tampoco supieron valorarla y se retiró de forma prematura, tras ganar un mundial y tres europeos a principios de los 90.
Izaskun Manuel fue otra esquiadora en subir a un podio paralímpico con una plata y un bronce en Lillehammer 1994. Y Astrid Fina, la última en conseguirlo con un bronce en snowboard en Pyeongchang 2018. Aunque la reina española sobre el manto blanco sigue siendo Magda Amo, quien ganó seis medallas, cuatro de ellas de oro en Nagano 1998. No solo surcó las laderas nevadas con los esquís, con esa misma determinación y osadía voló también sobre el foso de arena en salto de longitud, prueba en la que ganó una plata en Barcelona 1992 y un oro en Atlanta 1996. Es la única española que ha disputado Juegos de Invierno y de Verano.
A pesar de sus éxitos, nunca recibió ayuda económica, todo salía de su bolsillo. “En Barcelona, la gente se volcó tanto que nos sentimos por primera vez deportistas de élite. Lo peor, la diferencia con los medallistas olímpicos. Ellos acaban de cobrar una pensión de CaixaBank y nosotros no vimos un duro. Es algo que tengo clavado, el esfuerzo era el mismo y estaba al nivel de algunas atletas videntes”, apunta. Ambas disciplinas le llevaron a la cima, pero también al colapso y con solo 26 años se retiró. “Estaba agotada, no podía con mi alma, me bloqueé física y mentalmente. En seis años fui a cinco Juegos Paralímpicos y entre medias, mundiales, europeos, Copas del Mundo, campeonatos de España y de Cataluña. Mi cabeza y mi cuerpo me dijeron basta”, lamenta.
Con los años, el amateurismo dio paso al profesionalismo de los deportistas, y, después de tantas reivindicaciones, se creó en 2005 el Plan ADOP, que ayudó a contribuir a ese cambio con la concesión de becas y el incremento paulatino de las entradas en los centros de alto rendimiento y de tecnificación deportiva con el objetivo de facilitarles la preparación y trabajar en mejores condiciones. De esa ayuda pudo beneficiarse unos pocos años Sara Carracelas, una de las mejores nadadoras con parálisis cerebral de la historia. Aunque colgó pronto el bañador, con 27 años: “Ya trabajaba y me costaba compatibilizarlo con el deporte, puse la balanza y me decanté por el empleo, quería dedicarme a otra vida y mirar por mi futuro”. En la piscina encontró su felicidad desde muy pequeña. En sus 16 años en la élite dominó las pruebas de velocidad pura en los dos estilos más rápidos, la espalda y el libre. En su carrera alcanzó una treintena de medallas entre mundiales y europeos, así como seis oros, una plata y tres bronces en cuatro Juegos Paralímpicos.
El judo es una de las disciplinas que más preseas -diez- le ha dado al deporte femenino español en la historia de los Juegos. Con tres protagonistas: Marta Arce, Mónica Merenciano y Carmen Herrera, la reina ‘Midas’ del tatami. La malagueña participó en tres ediciones y se colgó tres oros -Atenas 2004, Pekín 2008 y Londres 2012-. La apodada como ‘Valkiria del Sur’ se encontró con barreras en casa propia, de hecho, en la infancia y adolescencia no pudo practicar deporte alguno por la falta de consenso familiar. “Desde niña era una deportista vocacional, pero a mi familia no le parecía algo bueno que una chica hiciera deporte. Esa frustración la llevé bastante mal y lo primero que hice cuando pude decidir por mí misma fue buscar una actividad física que me gustara. Empecé en atletismo, aunque con 20 años me decanté por el judo porque retas a alguien y a ti misma, me ha aportado amor propio, saber apreciarme a mí y a las rivales”, relata.
Aunque han sido muchas las que han aportado su granito para que las mujeres dejen de ser anónimas, crezcan en visibilidad y sean referentes para las niñas, sus logros convierten a Teresa Perales en el adalid del deporte paralímpico femenino en España. Con 19 años, poco después de perder la movilidad de sus piernas por una neuropatía, se lanzó a la piscina con un chaleco salvavidas naranja y verde fosforito, y desde entonces nada ha frenado a la española más laureada: 27 preseas (siete oros, diez platas y diez bronces) en seis Juegos. A ellas se le suma el Premio Princesa de Asturias en 2021, la primera deportista paralímpica en recibirlo.
En su discurso reivindica el foco merecido: “Hasta que no conseguí la medalla número 22 me conocían en mi comunidad de vecinos y en Zaragoza. Ahora entre todas vamos abriendo puertas. Los deportistas paralímpicos no sabemos lo que son grandes cantidades económicas, sé lo que es competir con una mano delante y otra detrás. En algunos aspectos se han roto barreras invisibles, cuando aparecemos en pantalla y la llenamos con nuestras historias, con nuestros valores o forma de hacer las cosas, la gente nos reconoce”, recalca.
Han soportado prejuicios a base de lucha, reivindicaciones y triunfos que con los años les han granjeado visibilidad. Muchas de ellas, desconocidas para la sociedad, pero que despejaron el camino en sus respectivas modalidades con dosis de trabajo y esfuerzo: Elena Congost (logró el primer oro de la historia en maratón para atletas ciegas), María Hilda Rodríguez y Yolanda Martín (medallistas en boccia), Loida Zabala y Montse Alcoba (halterofilia), Sonia Villalba (la única participante española en hípica), Inés Felipe (piragüismo), Pepi Benítez y Verónica Rodríguez (remo), Alicia Velasco y Lola Ochoa (tenis), María Cinta Campiña (tenis de mesa), Margarita Mora (tiro olímpico) o Carmen Rubio (tiro con arco).
Desde los barracones separados por sexo donde se alojaban en Tel Aviv, hasta el gigante complejo de edificios modernos en la bahía de Tokio; desde las 60.000 pesetas al mes con las que la ONCE ayudó a los deportistas para preparar los Juegos de Barcelona’92 hasta los 70.000 euros por cada medalla de oro en la cita de Japón; desde las dos primeras mujeres en los Juegos de 1968 hasta las 43 de Tokio 2020, donde firmaron 15 de las 36 medallas de España gracias a las triatletas Eva Moral y Susana Rodríguez (con su guía Sara Löehr), a las atletas Miriam Martínez, Adi Iglesias y Sara Martínez, y a las nadadoras Sarai Gascón, Michelle Alonso, Núria Marquès, Teresa Perales y Marta Fernández.
Desde el empuje de todas ellas, llega una generación preparada, nuevas jóvenes promesas, Centros de Alto Rendimiento, con todos los recursos a su alcance, con la tecnología implantándose a su favor, porque son todas las que irán, pero no irán todas las que son; y, de una manera u otra, ellas seguirán agrandando la historia y rompiendo, no solo récords, sino barreras y estereotipos que ayudarán a que París 2024 sea otro eslabón de la cadena del deporte paralímpico español.