De joven, siempre que podía se enfundaba el neopreno y agarraba la tabla para emprender su peregrinación en busca de la dosis de adrenalina que le producía cabalgar las olas. Iker Sastre era feliz entre esas danzas marinas. Por ello, nada más licenciarse en fisioterapia hace 21 años, fue a celebrarlo con el surf. Aquel día, la hostilidad del mar le cambió el rumbo. Un “golpe de mala suerte”, como él define su accidente, le provocó una lesión medular. El bilbaíno, un torbellino de energía positiva, no perdió un ápice de su vitalidad y reconstruyó su vida alrededor del tenis de mesa. Con una pala en la mano alcanzó la élite y en Tokio hará realidad un anhelo que se le resistía, ir a los Juegos Paralímpicos.
En Tokio cumplirá el sueño que llevaba persiguiendo con labor ímproba durante más una década. Un premio a su disciplina, constancia y audacia. Unos valores que desplegó en los más de 30 minutos que necesitó para llegar nadando a la orilla, con las piernas inmóviles, tras el mazazo que recibió por la fuerza del agua. “Acababa de sacarme la carrera en la Universidad de Barcelona y encontré trabajo en Bilbao. Estaba surfeando en la playa de Sopelana y una ola bastante grande me lanzó hasta el fondo. No me protegí y golpeé en el arenal con la cabeza. Por suerte no perdí el conocimiento y pese a la situación, le eché garra”, relata.
Al principio pensó que se trataba de una luxación, pero en el Hospital Universitario de Cruces le confirmaron el peor diagnóstico, fractura de una vértebra. Tres meses ingresado y una ardua rehabilitación de un año. Iker salió a flote gracias a su fortaleza mental y actitud. “Siempre he sido una persona echada para adelante. Ayudó a no tirar la toalla mis conocimientos de fisioterapia y el hecho de que era deportista. Además de surfear, había sido futbolista en el CD Sondika. Fui poniéndome pequeños objetivos y nunca lloré porque no volvería a caminar, sino que acepté rápido mi nueva situación”, recalca.
No le echó nada en cara a la tabla ni le cogió miedo al mar, de hecho, volvió a surfear tumbado después de probar deportes como el baloncesto en silla de ruedas, la vela, el esquí o el parapente. Pero lo que más le llenó fue el tenis de mesa. “Me puse a estudiar idiomas y seguí formándome, hasta que a los 27 años cogí una pala. En la universidad había jugado, pero como ocio. Montaron una escuela en Bilbao y me divertí tanto que ya no me he separado de la mesa”, explica. En el Club Fekoor, en el que ahora moldea a nuevos palistas con o sin discapacidad, comenzó a golpear la bola.
Con perseverancia y dedicación fue escalando hasta codearse con los mejores del mundo. “Debuté en el Open de Irlanda en 2007, donde no gané ningún set y me vapulearon. Decidí que para llegar lejos había que dedicarle más horas y doblar entrenamientos. A partir de ahí, este deporte se convirtió en mi profesión”, comenta. Se colgó su primera presea en el Open de Lignano (Italia) en 2010 y ya acumula una treintena de metales internacionales, con tres bronces europeos por equipos (2013, 2015 y 2019).
Aunque para el vizcaíno, su mayor logro ha sido el billete para los Juegos Paralímpicos de Tokio. “Las medallas son importantes y te ayudan a tener becas económicas, pero lo que siempre quise fue clasificarme para unos Juegos. Ese día lloré de emoción”, confiesa. Sastre se quita así la espinita clavada que le dejó Río de Janeiro 2016: “Había puesto toda la carne en el asador, me quedaba un torneo y estaba dentro, pero se produjeron resultados dudosos de los rivales y me quedé fuera por un puesto”. Lo pasó mal, pero lo digirió y buscó soluciones para llegar a Tokio.
“Cambié de material y mi forma de jugar, necesitaba sentirme motivado y feliz entrenando. Ha sido un camino muy duro, sobre todo, psicológicamente por el añadido de la Covid-19, veía que se cancelaban los torneos y no tenía opciones de puntuar para el ranking. Pero lo hice bien en las pruebas que disputé y cuando cerraron las listas en abril de 2020 estaba entre los mejores”, prosigue. El alivio se pintó en su rostro. Para él, estar en Tokio en unos Juegos que serán diferentes por la pandemia, “es lo máximo. Sé que estaremos rodeados de medidas de seguridad, que apenas habrá público, pero prefiero que se celebren así a que lo cancelen”.
A sus 44 años acude a Tokio como número 11 del mundo en clase 2 y tras un curso extraño en el que apenas ha disputado un torneo a nivel internacional, con una plata y un oro en el Open de República Checa, aunque sí ha tenido rodaje compitiendo con el Club Basauri en la División de Honor Vasca frente a gente sin discapacidad. En la capital nipona también competirá por equipos con el madrileño Miguel Ángel Toledo, con quien ya logró dos bronces europeos.
“He mejorado mucho, las sensaciones son buenas, estoy rindiendo a un gran nivel. Ahora tengo un juego más psicológico y agresivo, sé lo que quiero hacer, trabajar y dónde poner la pelota. En mi categoría todos estamos muy parejos a excepción de un par de jugadores top, aunque les he ganado a todos alguna vez. Puede pasar cualquier cosa, confío en entrar en el cuadro final y dar guerra. Con trabajo constante la medalla será posible, pero, sobre todo, quiero estar orgulloso de mi trabajo y salir satisfecho habiendo disfrutado”, finaliza.