“El judo es mi vida y es difícil renunciar a él, es mi llave de la felicidad”, confiesa Marta Arce, una de las judokas más laureadas de la historia, plata en Atenas 2004 y en Pekín 2008 y bronce en Londres 2012. Lo dejó tras la cita en la capital británica para dedicarle tiempo a su familia, pero es tan fuerte la atracción que siente por los valores que emanan del tatami y por la competición que desempolvó el kimono y regresó con la idea de llegar a Tokio. A la vallisoletana, que rezuma talento, actitud positiva y una energía arrolladora, nada le ha frenado en su camino, ni siquiera las dos graves lesiones de los últimos años ni la pandemia de la Covid-19. Con 44 años completará otro reto en el Nippon Budokan.
El billete para la capital japonesa lo sacó a última hora, tras colarse entre las 10 mejores del mundo en categoría de -63 kilos. Pese a lidiar con vicisitudes y desafíos que ponían en peligro su clasificación, nunca arrojó la toalla y siempre creyó en sí misma. Es algo que el judo le ha enseñado, a levantarse más fuerte después de una caída. Este arte marcial le abrió las puertas hacia una nueva vida cuando tenía 19 años y estudiaba Fisioterapia en la universidad en Madrid. “Nací con albinismo óculo-cutáneo completo, una deficiencia visual grave y con falta de pigmentación en piel, pelo y ojos. Mi visión es del 10% y tengo una fotofobia elevada”, comenta.
Vivió una infancia y adolescencia “solitaria”, el deporte lo veía inasequible y lo pasó mal en el colegio. “Esa etapa la recuerdo con tristeza porque en aquella época no se hablaba de inclusión ni de normalización. Las clases de educación física me resultaban algo hostil, a veces me dejaban sentada en el banco o me escogían la última, no veía la pelota y parecía una figura apartada del resto. Eso me propició un retraso psicomotriz tremendo que sigo arrastrando ahora ya que me cuesta copiar ciertos movimientos en el tatami”, explica.
Todo cambió para ella en 1997 cuando pisó su primer dojo. “Me atrapó, disfruté como una niña porque me gustaban las peleas”, dice entre risas. Su vocación por el judo fue tardía, pero explotó sus virtudes muy rápido. Apenas llevaba unos meses entrenando cuando ejecutó sus primeros ‘ippones’ en competición. Aún era cinturón amarillo y se plantó en Cittá di Castello (Italia) para llevarse un oro continental “caído del cielo”. Al año siguiente se colgó un bronce en el Mundial celebrado en Madrid y desde entonces no paró de coleccionar preseas: un oro y tres platas mundiales, así como un metal dorado y cuatro platas en europeos.
Desde que el judo femenino para ciegos se introdujo en el programa paralímpico, la vallisoletana ha logrado tres medallas. Se estrenó en Atenas 2004 con una plata, la primera de una judoka española. “Aquello me hizo más fuerte, vi que valía para estar con las mejores y tenía condiciones para conseguir objetivos sin que nadie me regalase nada”, afirma. En Pekín 2008 subió otra vez al segundo cajón del podio, aunque esta vez con regusto amargo al perder la final: “Fue la competición que mejor hice a nivel técnico, pero no disfruté la medalla que tanto me costó ganar”. Y en Londres 2012 sacó un bronce que le supo a oro.
Después se alejó del tatami durante casi cinco años, pero la morriña y el estímulo de disputar unos Juegos en Tokio, la cuna del judo, le impulsaron a volver. “Otro motivo fue porque no quedaban chicas, se había retirado Mónica Merenciano y no teníamos cantera ni se estaba promocionando este deporte, así que decidí hacer ruido y no me ha ido mal”, cuenta. Su irrupción en el reestreno fue brillante, siendo subcampeona de Europa en Birmingham en 2017. Luego llegaron dos lesiones que le han obligado a pelear contra el dolor y el tiempo, una fractura en el radio del brazo derecho y la rotura del cruzado anterior de la rodilla izquierda.
“Cogí cierto miedo en los combates, pero poco a poco fue desapareciendo. Ha sido duro, pero por mi naturaleza, no podía parar. A mí cuando me dicen que no puedo hacer algo les digo ‘Espérate que allá voy’. Soy rebelde en ese aspecto y con las lesiones lo tenía claro, pese a mi edad, no iba a dejar el camino a medias, tenía que llegar como sea, aunque fuese arrastrándome. Es una muestra más de que el judo me ha enseñado a caerme y a levantarme muchas veces”, afirma Marta, una aguerrida deportista cuya tenacidad y determinación tapan sus flaquezas.
También supo lidiar con los muchos meses que estuvo sin entrenar en el tatami por la pandemia de coronavirus y tiró de ingenio para prepararse en casa con su marido Yoshio Takeuchi, español de origen japonés, haciendo de ‘sparring’. Y compaginándolo con su trabajo como fisioterapeuta y con el cuidado de sus hijos Kenji, Issei y Yumi, sus mayores tesoros. “Es una pena que no puedan estar conmigo en Tokio, pero seguro que estarán pegados a la televisión para verme”, añade la judoka del Club Las Rozas de Madrid.
Al Nippon Budokan acude con la presión justa, solo con la que se autoimpone. El podio estará caro, pero no descarta nada: “Ya no soy una jovencita, no tengo la fuerza de las veinteañeras a las que me enfrentaré ni hago algunas cosas que antes salían de forma automática. Eso lo suplo con astucia, veteranía y un judo más pausado y expectante. Para mí es un privilegio estar en mis cuartos Juegos Paralímpicos y si la suerte me acompaña en el sorteo y tengo un día brillante serán muchas las posibilidades de hacer algo grande. Mi intención es sacar una medalla, voy a por ella, no es imposible, tengo fe. Sería el broche perfecto a mi carrera”.