Por los antiguos senderos que salen del Palacio Imperial, en un paseo espiritual con jardines llenos de árboles se llega al Nippon Budokan, ‘sancta santorum’ de las artes marciales, un pequeño oasis verde entre los rascacielos de la ciudad. El destino o la casualidad han querido que en el tatami del edificio octagonal que simula un templo budista debutase en unos Juegos Paralímpicos el judoka Sergio Ibáñez. A sus 22 años, en modo ‘sensei’ (maestro en japonés) ha hecho historia tras conquistar la plata en -66 kilos, un metal que le había dejado un sabor agridulce porque se le ha escapado el oro por una decisión discutida de los jueces.
Ya avisaba antes de viajar a territorio asiático que su objetivo era la medalla. Y no iba de farol. En los últimos años su progresión ha sido meteórica, siendo subcampeón del mundo, bronce europeo y rompiendo barreras por la inclusión, ya que ha sido dos veces medallista en campeonatos de España ante rivales videntes. Los valores del judo empezó a adquirirlos de pequeño, cuando descubrió su deporte por medio de una carta que le envió la ONCE. Nació con una discapacidad visual del 79% que le afecta al nervio óptico, tiene distrofia de conos y fotofobia.
Pero nada le ha frenado para convertirse en el emperador de su categoría en Tokio. Cuatro combates, tres triunfos y una derrota con tinte polémico que le han recompensado con la presea plateada, la muesca más importante de su carrera. Además, frena una sequía de 16 años sin ver a un judoka masculino español en un podio paralímpico. Los últimos fueron Raúl Fernández (bronce en -90kg) y David García del Valle (plata en -66Kg) en Atenas 2004. Sí que hubo medalla en féminas en Pekín 2008 y en Londres 2012 con Carmen Herrera, Mónica Merenciano y Marta Arce.
Impecable hasta el final
Su debut fue frente a Luis Jabdiel Pérez. El aragonés llevó la iniciativa y salió agresivo ante un adversario que trataba de defenderse ante las acometidas del español. El pupilo de Javier Delgado y de Alfonso de Diego dominó al portorriqueño con claridad y cuando restaba un minuto y 50 segundos para el final, un ippon le abrió las puertas de cuartos. Consiguió la victoria con un Sode-guruma-jime, una técnica de estrangulación que consiste en cogerse la manga, pasarla entre el cuello del rival y ejercer presión para obligarle a que abandone.
Casi media hora después regresaba al tatami, donde le esperaba en la siguiente ronda el azerbaiyano Namig Abasli, número dos del mundo, oro en el Grand Prix de Baku de esta temporada, bronce continental en 2019 y que no se había bajado del podio en las últimas cinco competiciones disputadas. El bagaje del azarí no amedrentó a Ibáñez, que había preparado bien el combate visualizando vídeos de su oponente.
Comenzó valiente y siguiendo al pie de la letra el plan pergeñado por sus técnicos, que tenían bien analizado a uno de los judokas más fuertes de la categoría. El suelo es una de sus principales fortalezas y lo aprovechó para mandar durante los cuatro minutos, sacándole dos amonestaciones y situando a Abasli sobre el alambre. En la técnica de oro, el azerbaiyano tuvo que arriesgar y el aragonés encontró una vía para imponerse por wazari.
Apenas 30 minutos más tarde y tras un combate muy sufrido haciendo un enorme alarde de perseverancia, al español le tocaba lidiar en semifinales con otro hueso duro, el georgiano Giorgi Gamjashvili. Se habían cruzado en una sola ocasión, en el Mundial de Fort Wayne-Indiana (EE.UU.) con victoria para Ibáñez, que terminó siendo subcampeón en ese torneo. Esta vez, ‘El Fideo’ solo necesitó 40 segundos para vencerle con un ippon. Al terminar celebraba, los dos puños apretados y un abrazo con Javier Delgado, ya lo tenía, en unas horas viviría el momento más feliz de su vida.
‘Una medalla en los Juegos es para estar contento’
Le quedaba un último peldaño para llegar a la cima, pero le frenó el uzbeko Uchkun Kuranbaev, un adversario nuevo en el circuito internacional que este año le había arrebatado la plaza para Tokio a su compañero Utkirjon Nigmatov, oro en Río 2016. En junio perdió ante él en la final del Grand Prix de Baku (Azerbaiyán) y otra vez volvió a cruzarse en su camino. Su entrenador le gritaba una y otra vez cabeza, tensión y diagonal. Él hizo lo que le pedía, llevó al contrincante al límite y ganaba con dos shidos, pero en el ‘Gold Score’, cuando los españoles reclamaban un wazari que le habría otorgado el oro, Nigmatov se impuso con la misma técnica.
Una decisión con la que el español se mostró en desacuerdo y abandonó el tatami enfadado. “Perder una final no es nada agradable, fastidia porque he tenido el oro muy cerca, pero ya estoy más tranquilo y una medalla en unos Juegos es para estar muy contento. Este rival me ganó este año en el Grand Prix de Gran Bretaña sin problemas, pero aquí ha sido muy discutible, ha habido una acción en la que he marcado yo y que no se ha perdido el tiempo en revisar. Aun así, me voy feliz. Voy a seguir trabajando duro en los próximos años con la intención de llegar a París 2024 y pelear por lo máximo”, ha comentado ya más relajado.
Es un competidor que sabe explotar sus virtudes y esconder los defectos, una persona muy humilde y sin egos, una combinación de talento, inteligencia, disciplina y compromiso. De niño libró los primeros combates por esa falta de visión y era tan introvertido que apenas salía a corretear por las calles de su pueblo, Alagón (Zaragoza). Le gustaba el fútbol, pero como no veía la pelota y el sol se lo ponía tan difícil, lo tuvo que dejar. Probó con la natación durante casi dos años y el agua tampoco fue un medio en el que se encontrara a gusto, así que decidió cambiar el bañador por el kimono, con el que ha escrito un capítulo de plata en la historia del judo español.