Con el rostro tostado como café y la sonrisa franca que desde entonces no ha cambiado, Teresa Perales se lanzó por primera vez a la historia paralímpica un 21 de octubre del año 2000. Era la segunda jornada de los Juegos de Sídney, y en la piscina del Centro Acuático de la ciudad australiana se gestaba algo más que una carrera: nacía una leyenda.
Una joven nadadora zaragozana, con rastas influenciada por sus amigos, con la bandera de España pintada en la mejilla y en la mano izquierda, luciendo un gorro azul eléctrico y bañador a juego, tocaba la pared tras 50 metros de mariposa en 46.56 segundos. Lo hizo en busca de aire, sorprendida y emocionada.
Acababa de conquistar su primera medalla. Una plata inesperada que marcó el inicio de un viaje que la convertiría en la nadadora española más laureada de la historia. La marquesa del agua. Aquel día, Teresa no partía como favorita. Competía en la categoría S5, y su nombre apenas figuraba entre las quinielas de podio. Pero lo que no tenía de experiencia lo suplía con ilusión y una fuerza interior que ya empezaba a despuntar.
«Esa medalla no me la esperaba. No sé cómo lo hice. Al no tener expectativas, eso me permitió nadar muy tranquila, empujada también por la adrenalina. Solo me superó la francesa Béatrice Hess, una nadadora a la que todas admirábamos», recuerda ahora, un cuarto de siglo después.
De un chaleco salvavidas a una vida en el agua
Cinco años antes, todavía no imaginaba que el agua sería su hogar. Tras sufrir una neuropatía que le arrebató la movilidad de las piernas, le costó vencer el miedo a la piscina. Su primer paso fue simbólico y valiente: desprenderse del chaleco salvavidas naranja y verde fosforito con el que aprendió a flotar. Tenía 19 años y la vida, de pronto, se había redefinido.
Ese verano de 1995 marcó un nuevo comienzo. Se apuntó a cursos de natación en el CAI CDM, donde el entrenador Ramiro Duce advirtió enseguida que tenía frente a sí un diamante en bruto. En 1996 llegaron sus primeras medallas nacionales; en 1998, el bronce mundial en Nueva Zelanda.
Sídney fue su bautismo en el mayor escenario posible. La joven aragonesa viajó a Australia llena de nervios, entusiasmo y una avidez por absorber cada segundo. «Tenía muchas ganas de guardar todo en la retina y en la memoria. No quería perder ni un instante de lo que estaba viviendo. Todo era nuevo para mí, me hacía mil preguntas. Recuerdo estar fascinada hasta por detalles como la acreditación o un llavero de Coca-Cola que acercabas a las máquinas y te daban bebida gratis. Parecía una niña, todo me maravillaba», relata.

Aventuras de una novata
La aventura australiana no estuvo exenta de imprevistos. Durante el viaje, le perdieron la maleta. «Estuve dos días sin mudas ni pijama, pero fui precavida y llevaba en la mochila el bañador de entrenamiento, el gorro y las gafas», cuenta entre risas. Y, aunque el foco estaba en la piscina, también le sorprendió la estructura de la villa paralímpica: lejos de los altos edificios que serían habituales en ediciones posteriores, Sídney ofrecía una acogedora urbanización de casitas.
«No había wifi. Si querías contactar con tu familia, tenías que coger un autobús hasta el pabellón de internet, donde había ordenadores de tubo. Y otro bus te llevaba al comedor, porque la delegación española estaba bastante alejada. Perdías mucho tiempo solo en desplazarte», recuerda.
El inicio de algo inmenso
En la tarde del 21 de octubre, todo se alineó. Teresa Perales nadó como si no hubiera un mañana. Lo hizo libre de presiones, sin más expectativas que vivir intensamente el presente. Y cuando tocó la pared, su vida cambió para siempre. Esa plata, la primera de sus 28 medallas paralímpicas, fue el punto de partida de una carrera deportiva tan extensa como admirable. Fue el comienzo de una historia que continúa inspirando a generaciones enteras.
A la plata en 50 mariposa le siguieron cuatro bronces más -en 50 espalda y en las tres pruebas de libre: 50, 100 y 200 metros-, un botín que hablaba en voz alta, sin necesidad de adornos, del futuro que aguardaba a aquella nadadora de sonrisa limpia y nervios de acero. No era una más. No había nacido para pasar desapercibida. El agua, ya entonces, empezaba a entender que ante sí tenía a una de sus elegidas.
“Era increíble nadar ante 17.500 personas animando desde una grada tan alta que la gente de la última fila ni siquiera alcanzaba a ver la calle número uno. Te sentías como una hormiguita, muy pequeñita. Acobardaba. Pero al mismo tiempo te empujaba. Los australianos se volcaron, llenaban la piscina cada día. Fue impresionante”, recuerda.

La espinita del oro
La alegría por las cinco medallas era real, pero no del todo redonda. Faltaba algo. Ese oro que se le escapó entre los dedos. La espina quedó clavada, y con ella, la excusa perfecta para preparar con hambre Atenas 2004, donde por fin brilló el oro. “En aquellos años, si no ganabas oro, no eras nadie”, confiesa con la serenidad de quien ya ha transitado muchos podios. “Los deportistas paralímpicos apenas salíamos en una reseña en prensa. Y en lo económico… cero. Ese año, el Ayuntamiento de Zaragoza me dio una ayuda de 25.000 pesetas, unos 150 euros”, dice.
Pero si algo guardó Teresa de aquellos primeros Juegos fue una canción. Una melodía que, desde entonces, acompaña su memoria como un himno personal: Heroes live forever, de Vanessa Amorosi. “La escucho mucho. Es tan bonita… Los héroes viven para siempre. Nosotros, los deportistas, escribimos nuestra propia historia, pero también dejamos huella. En cierta forma, inspiramos, tocamos vidas. El día que me muera, tienen que ponerla en mi funeral”, asevera.
De aquella nadadora bisoña conserva aún la ilusión, aunque ella misma confiesa que ahora es aún más fuerte. La vida y el cuerpo ya no perdonan como antes, y, sin embargo, ella sigue ahí. Suma ya 28 medallas paralímpicas. La última, la más costosa, la que le arrancó sangre, sudor y lágrimas, fue en París 2024, después de años compitiendo lesionada.
Nadar con un solo brazo
Desde 2021 arrastra una luxación aguda en el hombro izquierdo. Apenas puede usar un brazo. Pero Teresa no entiende de rendiciones. Está hecha de otra fibra. Las voces que la daban por vencida, que la retiraban desde los despachos, no entendieron con quién estaban tratando. Con su entrenador Darío Carreras, confidente, artífice y compañero de fatigas, tuvo que reinventarse.
Aprendió a nadar de nuevo, a entrenar de otra manera, a competir sin apoyarse en lo que antes era su cuerpo completo. Porque ya no es S5. Ahora es S2. Tres categorías menos. Solo le queda un brazo funcional. Pero a cambio, ha multiplicado una voluntad que no se doblega.
En París, cuando todo parecía en contra, cuando el dolor era ya parte de la rutina, volvió a vencer. Se colgó el bronce en los 50 espalda. Un milagro cotidiano, como tantos en su carrera. “Parecía imposible, fue una medalla de película, con final feliz. Lo tenía todo en contra, en los entrenamientos, en la competición… pero a mi alrededor había gente que confiaba en mí. Esa medalla la quería ganar con toda mi alma. Y lo logré. Es la medalla que más he querido en mi vida”, afirma sin dudar.

Triada de lesiones en el hombro bueno
No pasó mucho tiempo antes de que el cuerpo volviera a exigir factura. A inicios de la temporada siguiente, el hombro bueno dijo basta. Triada de lesiones: subescapular, infraespinoso y labrum. Teresa eligió el camino de la resistencia. Rechazó el quirófano. Aguantó, volvió a entrenar y llegó al Mundial de Singapur, donde logró una plata en los 200 libre S2.
Una prueba que no existe en el programa de los Juegos Paralímpicos. “Es injusto, porque los deportistas de clases bajas solo tenemos un estilo en los Juegos, la espalda. Dan de lado a quienes nadamos a crol. Varios países vamos a presentar un escrito al Comité Paralímpico Internacional para que incluyan esta prueba o cualquiera de libre en Los Ángeles 2028. Tenemos esperanza. Esperamos que reculen. Ahí tendría una clara opción de medalla”, explica.
Ningún obstáculo ha sido suficiente para detenerla. Ni la enfermedad, ni el dolor, ni el paso del tiempo, ni las decisiones ajenas. A sus casi 50 años, la deportista española más laureada sigue encontrando razones para soñar. En la férula de su brazo izquierdo están escritos los nombres de los siete Juegos Paralímpicos que ha disputado. Y aún queda espacio para uno más. Para ese que mira con ojos brillantes: Los Ángeles 2028.
En Singapur firmó su medalla número 95 entre Juegos, Mundiales y Europeos. El nuevo objetivo es claro: llegar a 100 antes de colgar el bañador. Y sería imprudente apostar en contra. “Si consigo la 100 antes de ir a Los Ángeles, mejor. Aunque la 101 también sería muy bonita”, dice con una sonrisa que sigue teniendo algo de aquella chica de rastas de Sídney 2000.




