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Del abismo al podio: Alfonso Fidalgo, el rebelde discóbolo de Cembranos que giró contra el destino

El atleta leonés dominó durante una década el lanzamiento de disco y de peso para ciegos. Ganó cinco oros y una plata en los Juegos Paralímpicos, y fue campeón del mundo y de Europa.

Jesús Ortiz García
01/11/2025 11:00
en Entrevistas
Alfonso Fidalgo Lanzamiento de disco para ciegos Legado Paralímpico

Alfonso Fidalgo fue uno de los mejores lanzadores ciegos del mundo en disco y peso en los años noventa.

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Cuando Alfonso Fidalgo (Cembranos, 1969) salía de la jaula y del círculo de lanzamiento, lo hacía con una medalla al cuello, como si cada metal fuera la confirmación de un destino cumplido. Aquella torre de músculos y voluntad había aprendido a dominar el aire, a templar la fuerza con la velocidad exacta, a convertir el impulso en vuelo. En cada gesto, en cada giro, alcanzaba una perfecta armonía entre la potencia y la calma.

El disco o el peso surcando el cielo, el impacto seco en la tierra lejana, y el rugido del público rompiendo la quietud. Entonces Fidalgo sonreía, consciente de que una vez más había vedado el primer peldaño del podio a sus rivales, cerrándoles el paso con la autoridad de quien lanza no solo un artefacto, sino una vida entera de esfuerzo.

Durante una década, aquel indómito discóbolo leonés dejó una estela imborrable: cinco oros y una plata en tres Juegos Paralímpicos -Barcelona 1992, Atlanta 1996 y Sídney 2000-, además de títulos mundiales y europeos que confirmaron su reinado. Pero más allá de las cifras y los metales, quedaba la imagen eterna de un hombre girando dentro del círculo, dueño del instante y del aire, mientras el tiempo mismo parecía inclinarse ante su lanzamiento.

Alfonso Fidalgo lanzamiento de peso ciegos Barcelona 1992
En los Juegos de Barcelona 1999 Alfonso Fidalgo ganó el oro en lanzamiento de peso y disco.

La ceguera llegó en la adolescencia

Pero esos oros que brillaban al sol no contaban la historia entera. Había nacido entre cepas y tractores, en Cembranos, un pequeño rincón leonés donde la tierra habla con voz de esfuerzo y las estaciones marcan el ritmo de la vida. De niño recorría cada palmo del pueblo a lomos de Rubio, su caballo, su amigo, su libertad. En su mirada aún cabía el mundo entero, hasta que una sombra comenzó a colarse por las rendijas de sus pupilas.

Tenía retinosis pigmentaria. A los doce, la claridad comenzó a borrarse. Ya no veía las flores que vendía en la plaza para ahorrar con la ilusión, ingenua y luminosa, de sacarse el carnet de conducir. «Se lo dije a mi madre, y ella se echó a llorar», recuerda. Aquel llanto fue la señal de que algo irreversible venía a arrebatarle lo que ni siquiera sabía que perdería.

La ceguera, esa niebla que avanza sin tregua, no sólo le robó la vista: le empujó a la rebeldía, al filo de los excesos, a noches sin norte ni estrellas. Alcohol, drogas, rabia. Porque la furia a veces también es una forma de no rendirse. Y entonces, cuando parecía que el abismo lo devoraba todo, apareció el deporte. O más bien, el azar disfrazado de copa y madrugada.

Sinesio Garrachón, su mentor

Una noche cualquiera, más etílica que prometedora, se topó con Sinesio Garrachón, discóbolo curtido, trece veces campeón de España. Él supo ver lo que ni Alfonso imaginaba: que aquel joven de músculos apretados y mirada vencida podía convertir la desesperanza en fuerza centrífuga.

“No me gustaba hacer deporte, hasta en el instituto me saltaba las clases de educación física. Una vez probé el lanzamiento de peso con un hermano de Margarita Ramos, campeona de España durante dos décadas, pero no le cogí el gusto. Sin embargo, el disco fue, desde el primer día, una prolongación de mi cuerpo”, dice, con la certeza de quien había hallado su lugar en el mundo. Empezó lanzando sin técnica, sin táctica, sin fe. Pero tenía algo que no se entrena: instinto. Y fuego.

“Mi entrenador me ayudó, me escuchó, me aconsejó y me hizo entender que el deporte podía ser una filosofía de vida. Me lo enseñó todo, aprendí a perder para luego saber ganar, siempre con los pies en la tierra”, asegura.

A inicios de los años 90, en la Casa de Campo de Madrid arrancaba una carrera espectacular. Empezó entre entrenamientos austeros y material prestado y desgastado. No había lujos. Ni promesas. “Los operarios que podaban los árboles recogían sus herramientas cuando veían que éramos ciegos los que lanzábamos aquellos artefactos”, cuenta riendo.

Llegaron los primeros campeonatos, y con ellos, las primeras victorias. En Segovia se colgó su primer oro nacional. Pero aún con el metal en el pecho, le negaron el pase al Europeo de Holanda. Un portazo en la cara. “Me dolió mucho y casi abandono. En aquella época no éramos profesionales y nos mangoneaban cómo querían”, admite.

Alfonso Fidalgo en los Juegos Paralímpicos de Barcelona 1992
Alfonso Fidalgo en los Juegos Paralímpicos de Barcelona 1992

Doblete de oro en Barcelona 1992

Un año después de aquel primer revés que casi lo retira, llegó el desquite. En el Europeo de Caen, Francia, alzó los brazos con una medalla de oro en una mano y una de plata en la otra. Fue su saludo oficial a la élite, su declaración de intenciones. Pero el universo aún le reservaba un escenario más grande, más simbólico, más sagrado: Barcelona 1992.

Los Juegos Paralímpicos en casa. El rugido de 65.000 gargantas en Montjuic. La bandera ondeando como un sueño tangible. Alfonso aterrizó en la ciudad condal henchido de fuerza y hambre de gloria. Había dejado temporalmente la venta de cupones gracias a una beca de 65.000 pesetas -390 euros- de la ONCE, y se había entregado al entrenamiento como un monje a la fe. Sin distracciones. Sin excusas.

“Recuerdo que fue impactante llegar a la villa olímpica y contemplar todo tipo de discapacidades, se me quitaron los complejos. Uno de los momentos más felices y especiales fue el desfile en la ceremonia de inauguración, fue la hostia, me sentía protagonista representando a mi país”, rememora. El niño ciego de Cembranos se había convertido en atleta.

Pero ni siquiera la gloria futura lo libró del miedo. En la cámara de llamadas, las piernas le temblaban como ramas bajo tormenta. Lloró, rio, dudó. Fue al baño cuatro veces. Pero al entrar en el círculo de lanzamiento, se activó. “Creí que era incapaz de lanzar, llegar a unos Juegos tan pronto no lo digerí bien psicológicamente. Pero me olvidé de todo lo que había pasado, de mi ceguera y todo fluyó para llevarme el triunfo”, comenta.

Con un lanzamiento de 35,02 metros, el disco surcó el aire. Venció a Siegmund Turteltaube, el alemán que ostentaba el récord mundial y le sacaba más de una cabeza. No importó. Ese día, el cielo era español, y el oro, leonés.

Luego vino el peso. Otro oro. Otra batalla ganada. Superó por apenas ocho centímetros a Andrés Martínez, el madrileño que había sido su rival más duro. “Era algo personal. Quería ganarle sí o sí”, admite Alfonso. Y cuando subió por segunda vez al podio, bajo el sol de Montjuic, con la bandera sobre los hombros y el público coreando su nombre, se sintió invencible. Gente que nunca lo había visto quería tocarle, abrazarle, mirarle como se mira a los héroes.

Primeros ciegos en escalar el Aconcagua

Lo suyo no era flor de un día y quedó constatado en años posteriores tras ser campeón del mundo y de Europa varias veces. Pero el verdadero tamaño de Alfonso Fidalgo no se medía en centímetros ni en metales preciosos. Su mayor hazaña no estaba en los estadios, sino en la montaña. En enero de 1994, cambió el lanzamiento por la ladera del Aconcagua. El cantante Serafín Zubiri le llamó una y otra vez para proponerle la locura de escalar el coloso andino. Al principio, pensó que era una broma. Le colgaba el teléfono. ¿Escalar la montaña más alta de América? ¿Él, ciego?

“No sabía ni de la existencia de esa montaña, pero le dije que sí a regañadientes de mi entrenador. Era un reto nuevo, quería demostrarme a mí mismo que podía hacer cualquier cosa”, afirma. La idea prendió. Comenzó la preparación con la ayuda de su amigo Claudio Esteban Rodríguez. Pirineos. Picos de Europa. Los Andes. Casi veinte días de expedición. Vientos asesinos. Frío de 40 grados bajo cero que les mordía la cara y las orejas, expuestas para escuchar los cencerros que llevaban sus guías en las botas. Esa fue su brújula: el sonido. El eco del coraje.

“Lo más difícil era que al no ver no sabes dónde pisas y eso nos obligaba a un gasto extra de energía”, decía. Pero siguió, y subió junto a Zubiri y al judoka Javier Sainz de Murieta. Los primeros ciegos en pisar la cima del Aconcagua. En lo más alto, un sherpa lloró. Le confesó que sus padres también eran ciegos, y que ahora podría decirles que la montaña también les pertenece. Alfonso no dijo nada. No hacía falta. Porque ese era el verdadero triunfo: “Eso compensó toda la escalada, lo que buscaba con esa expedición era enseñar a los demás que no hay límites”.

Alfonso Fidalgo subida al Aconcagua
Alfonso Fidalgo, junto a Serafín Zubiri y Javier Sainz de Murieta, primeros ciegos en subir al Aconcagua.

Otros dos metales dorados en Atlanta 1996

En 1994, sorprendió con una medalla de bronce en el Mundial de halterofilia en Marbella. Un atleta ciego, sin formación específica, sin la maquinaria de élite detrás, metiéndose entre los mejores del mundo en un deporte de fuerza bruta. “Movía mucho peso y a Manolo Rodríguez -uno de los mejores saltadores ciegos de la historia- y a mí nos llevaron de relleno, no confiaban en nosotros. Dimos la sorpresa, él logró una plata y yo el bronce”, relata.

Pero Fidalgo no se detenía. Su hambre no conocía pausa. Dos años después, en Atlanta 1996, volvió a las andadas y a los podios. A la gloria. Llegó a los Juegos Paralímpicos con dos récords mundiales recién logrados en Berlín. Estaba fuerte, poderoso, convencido.

“Un estadounidense me desafió y a mí cuando me tocaban las narices me crecía. Los extranjeros me llamaban ‘El Pollito’ español, porque era el más bajito de los participantes, pero el que más lejos lanzaba. Volví a superarles con solvencia”, explica. Ganó con autoridad. En disco. En peso. Otra vez doblete. Otra vez el himno. Otra vez el cuerpo roto por el esfuerzo. “Los tres días siguientes los pasaba durmiendo”, cuenta. Porque cada lanzamiento no era sólo físico, era mental, era vaciarse del todo.

Un pionero en lanzamiento con giro en atletas ciegos

Para entonces, ya era pionero en algo que cambiaría la historia del lanzamiento para atletas ciegos: el giro. Lo impensable e inédito. Con la complicidad obsesiva de su entrenador, Sinesio Garrachón, con quien compartía un vínculo más allá del deporte, desarrollaron una metodología única. Sinesio proyectaba diapositivas, repetía gestos, se metía en el círculo y dejaba que Alfonso lo tocara, que memorizara cada secuencia con las manos, como si tallara los movimientos en su propia carne. Siete meses de trabajo, pero lo consiguió. Y pronto, otros lo copiaban, los entrenadores sacaban cámaras cuando veían a Fidalgo girar.

A menudo se entrenaba con nombres grandes del atletismo español: Manolo Martínez, Mario Pestano. Lo miraban con respeto. Algunos le preguntaban si era cierto que era ciego. Él sonreía. “Tuve suerte de tenerles al lado. Mi ilusión era ir a un campeonato de España absoluto, pero fue imposible porque nunca tuve apoyo. Si no, habría llegado mucho más lejos”, sostiene.

Alfonso Fidalgo medalla de oro atletismo paralímpico
Alfonso Fidalgo ganó su último oro paralímpico en disco en los Juegos de Sídney 2000.

Sídney 2000, sus últimos Juegos

Y así, sin parar, llegó Sídney 2000. Sus terceros Juegos. Esta vez no partía como favorito en disco y el cuerpo ya pedía tregua. Las lesiones acechaban. Y, sin embargo, allí estaba, una vez más, en la jaula. Un estadio lleno. El público lo abucheó porque uno de sus rivales era australiano. Alfonso respondió como solo él sabía: con un corte de mangas, un lanzamiento impecable y otro oro amarrado en el primer intento. La furia se volvió fuerza, como siempre.

En lanzamiento de peso, por primera vez en años, el primer peldaño se le escapó. Un joven llamado David Casinos le arrebató el oro. “Un año antes él me había quitado el récord del mundo. Lo que ha hecho en su carrera tiene mucho mérito”, dice. Fidalgo se llevó la plata con dignidad y una sonrisa. El relevo estaba servido con Casinos -cuatro oros y un bronce en citas paralímpicas-.

Aún le quedaba una última danza. En 2001, en el Europeo de Bialystok, puso punto final a su carrera competitiva como la empezó: ganando. Oro en disco. Plata en peso. Una despedida majestuosa, a la altura del camino recorrido. “Decidí retirarme porque me dieron un cargo de responsabilidad en la ONCE, económicamente no estaba bien y lo que me pagaban por competir no me llegaba para vivir”, recalca.

Años después, sin entrenar, tras una operación de espalda y dos hernias, cogió un disco por puro capricho. Lo lanzó. Cuarenta metros. Como quien saluda a un viejo amigo. La esencia seguía intacta. Después de jubilarse, se dedicó a sus hijos Omar y Luis Adrián. A su música, al saxofón. Y a vivir. Porque si algo aprendió en todos esos años, es que se puede bailar con la ceguera. Y que incluso sin ver el horizonte, hay quienes nacen para volar.

Temas: discapacidad

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