El equipo de refugiados, un mensaje de esperanza al mundo

    En los Juegos de Tokio serán seis los deportistas que competirán bajo la bandera paralímpica: los nadadores Ibrahim Al Hussein y Abbas Karimi, el piragüista Anas Al Khalifa, el taekwondista Parfait Hakizimana y los atletas Shahrad Nasajpour y Alia Issa.

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    Los seis deportistas que formarán el equipo de refugiados en Tokio. Fotos: IPC

    Una columna de humo enturbiaba el aire, que se impregnaba con el olor acre de la pólvora. Las calles, alfombradas por escombros y socavones. Entre cascotes, Ibrahim Al-Hussein yacía tendido en el suelo gravemente herido por la explosión de una bomba. Había perdido una pierna. “Tuve que huir de Siria, si me quedaba allí, moriría”, asegura. Tras una larga travesía, en Grecia pudo retomar la natación y hoy es uno de los seis deportistas que forman el equipo de refugiados en los Juegos Paralímpicos de Tokio, que representa a los más de 82 millones de personas en el mundo afectadas por esta situación.

    Las suyas son historias de éxodo, de migración forzosa, de sueños cercenados, de supervivencia a la guerra, a la persecución por etnia o religión o a las duras consecuencias de vivir en el exilio. Todos huyeron de la desgracia, empujados por los conflictos en sus países. En sus páginas hay miradas amargas, heridas que nunca cicatrizarán e incluso episodios de sangre, pero entre ellas también hay espacio para la resiliencia y la esperanza. A través del deporte han recuperado el pulso de la vida y se han convertido en una fuente de inspiración.

    Todos honran el legado de Sir Ludwig Guttmann, polaco de origen judío, cuyo padre murió en un campo de concentración y su hermana en una cámara de gas, pero él pudo escapar de la Alemania nazi y fue en Inglaterra donde encontró un nuevo hogar y devolvió esa hospitalidad creando el movimiento paralímpico. Abrió un sendero a la ilusión para mucha gente, algo que hoy también se ve reflejado en estos seis deportistas.

    El nadador sirio Ibrahim Al-Hussein. Foto: Milos Bicanski

    A Ibrahim, el destino le había marcado para morir, pero él le desafió una y otra vez. Su rumbo viró en 2012, poco después de estallar la guerra en Siria. El silbido de los obuses del régimen de Bashar al Asad era uno de los sonidos que habían sustituido a las melodías que emanaban de los restaurantes de la ribera del Éufrates, en Deir Ezzor, donde vivía. El cauce del río le servía como piscina, le encantaba la natación y soñaba con ir a unos Juegos Olímpicos, a la par que se ganaba la vida como electricista, hasta que estalló el conflicto. Ya no era seguro ir a nadar y salía lo justo de casa.

    Un día fue a socorrer a un amigo que había sido alcanzado por un francotirador. “Me pedía ayuda a gritos, sabía que si lo auxiliaba también me podrían dar, pero nunca me habría podido perdonar verlo morir en medio de la calle”, recuerda. Segundos después hubo un fogonazo de luz, una bomba explotó cerca. Perdió la parte inferior de la pierna derecha y sufrió heridas en su cuerpo. Un dentista intentó remendar su pierna con pura imaginación ante la carencia de medios. Había sobrevivido, pero se hundió en una depresión y a los tres meses decidió marcharse de un país en el que no solo sus ciudades habían sido horadadas por las bombas, también las ilusiones.

    El Éufrates, donde tantas veces había nadado, sirvió como vía de escape y en una balsa emprendió el viaje a Turquía. Su peregrinaje por territorio otomano fue una odisea, primero se refugió en el sureste, en el sótano de una casa abarrotada de heridos que llegaban desde Siria. Después se marchó a Estambul, donde se quedó un año y medio. Allí le hicieron una prótesis, pero el material no era de la mejor calidad y apenas podía caminar más de 300 metros sin que se le cayera.

    Sin dinero, varios conocidos le pagaron un billete de 800 euros y junto a 18 personas, la noche del 27 de febrero del 2014 cruzó el mar Egeo en una barca hinchable de goma hacia la isla griega de Samos, en la que permaneció 16 días en un centro de detención. Luego viajó a Atenas y en la capital estuvo viviendo a la intemperie, alimentándose con frutas de los árboles de la calle. Hasta que conoció a un médico, Angelos Chronopoulos, su ‘ángel de la guarda’. “Me pagó una prótesis de 12.000 euros y el mantenimiento de forma gratuita. Es como un hermano para mí”, dice.

    Pudo reconstruir su vida con el deporte desempeñando un papel clave. Primero, a través del baloncesto en silla de ruedas, y luego regresando a la natación. Tras mucho tiempo nadando a contracorriente encontró paz entrenando en la misma piscina olímpica en la que deslumbraron Michael Phelps e Ian Thorpe en los Juegos de Atenas 2004. En Río de Janeiro 2016 formó parte del primer equipo paralímpico de refugiados y ahora estará en Tokio: “No nado por mí, lo hago por todos los refugiados del mundo”.

    El piragüista sirio Anas Al Khalifa. Foto: Reinaldo Coddou

    Angustiado por la idea de abandonar su hogar, sobrecogido por la incertidumbre y dejando atrás a su familia y también su identidad, con 18 años Anas Al Khalifa (Hama, Siria, 1993) formó parte de la procesión de ánimas errantes que se lanzó al vacío del refugio en los campos de desplazados en la frontera con Turquía. “Eran los únicos sitios en los que no había armas ni combates, nos sentíamos seguros”, recalca. Tuvo que separarse de sus padres y de su único hermano, que era policía y con el que tenía un vínculo especial. Entre tiendas de plástico, charcos de barro y la inmundicia que rodeaban el lugar vivió dos años hasta que accedió al país turco tras varios intentos fallidos.

    De ahí emprendió un espinoso trayecto hacia Alemania, previo paso por Grecia. “Fue una pesadilla en la que no estaba seguro de sobrevivir, lo llamo el viaje de la muerte porque estaba lleno de riesgos”, confiesa. En agosto de 2015 llegó a su destino, esperanzado sobre el futuro, quería continuar sus estudios, convertirse en mecánico y enviar dinero a su familia. Al año siguiente consiguió trabajo como instalador de paneles solares en los tejados. El infortunio volvió a golpearle, en un día de lluvia de diciembre de 2018 se resbaló y cayó de espaldas desde un edificio de dos plantas.

    Despertó cinco días después en la cama del hospital con una lesión en la médula espinal: “No recuerdo mucho porque perdí el conocimiento. Las cosas eran muy oscuras para mí en ese momento, sabía que no volvería a caminar. Todo se te pasa por la cabeza, incluso las peores cosas posibles”. Durante la rehabilitación su flotador fue el piragüismo. “Vi a un joven asustado. Se podía ver en sus ojos, era muy infeliz, pero al mirar su cuerpo, sus manos y hombros, pude ver lo fuerte que era, el potencial que tenía”, asevera la medallista olímpica en Seúl 1988, Ognyana Dusheva, cuando conoció a Al Khalifa.

    Ella le animó a probar el kayak, modalidad que le devolvió la libertad y la sonrisa a su rostro, aunque en 2020 estuvo a punto de abandonar. Durante una contienda en Siria, su hermano falleció tras recibir un disparo en el corazón. “Todo el mundo tiene que luchar y seguir adelante. Nada es demasiado difícil. Si hay que intentarlo una o cien veces, tienes que continuar. Aunque ya no esté con nosotros, espero que mi hermano, al igual que mis padres, estén muy orgullosos”, apunta Anas, quien saborea cada segundo de su nueva vida surcando las aguas.

    La joven atleta Alia Issa. Foto: Milos Bicanski

    Inmersa en un remolino de emoción y felicidad llega a Tokio Alia Issa, la más joven y la única mujer del equipo. Hija de emigrantes sirios, nació en Grecia en 2001. No ha vivido la crueldad de la guerra que diezmó el país de origen de sus padres, pero la vida tampoco se lo ha puesto sencillo. Nacer en territorio heleno no le da derecho a la ciudadanía griega y no fue hasta hace cuatro años cuando recibió el asilo como refugiada. Fue víctima de discriminación durante la infancia y adolescencia por su discapacidad.

    Con cuatro años contrajo viruela y la elevada fiebre le provocó daños cerebrales, dejándole con dificultades para hablar y moverse. “Algunos niños me acosaban y se burlaban de mí, no tenía amigos, pero eso no me impedía querer ir a la escuela, me gustaba mucho”, reconoce. Cuando tenía 16 años sufrió un nuevo revés, la muerte de su padre, y el deporte se convirtió en un gran aliado para cultivar sueños, forjar su carácter y superarse en gallardía. Probó boccia y ciclismo, pero lo que le cautivó fue el club throw, una de las disciplinas más desconocida del atletismo paralímpico.

    Desde entonces, Issa ha derribado barreras lanzando el palo de madera parecido a un bolo. “Me ha dado independencia, ahora formo parte de una nueva comunidad haciendo amigos con objetivos similares. Sea cual sea la dificultad a la que te enfrentes, no te sientas abatido ni desesperado. Cada dificultad es una lección que hay que aprender y nos hace aún más fuertes. Tenemos que tener esperanza todos los días de nuestra vida porque es la última en morir. Me siento muy feliz y honrada de ser la primera atleta en marchar en el estadio encabezando todo el desfile. Mi padre, que me enseñó a soñar en grande, seguro que estará orgulloso de mí”, apostilla.

    El nadador afgano Abbas Karimi. Foto: Michael Reaves

    A su lado, portando la bandera del equipo de refugiados en la ceremonia inaugural estará Abbas Karimi, la única cara afgana en estos Juegos ya que los dos compatriotas que iban a participar -la taekwondista Zakia Khudadadi y el atleta Hossain Rasouli- han quedado atrapados en Kabul ante la llegada al poder del régimen talibán y su presencia en Tokio es una incógnita. Él pudo escapar de Afganistán, una tierra regada por la sangre de inocentes y bajo la amenaza constante de los fanáticos religiosos. En su caso, la maldad que percibía de la gente hería más que las balas o las bombas. Nacer sin brazos lo convertían en un blanco de burlas y su etapa escolar estuvo marcada por el bullying, hasta que se adentró con 12 años en el kickboxing, que lo utilizaba para defenderse de los insultos y las humillaciones que sufría.

    Sin embargo, fue en el agua donde encontró su oasis. Comenzó a nadar con 13 años y a perfeccionar su técnica en la piscina de 25 metros que su hermano construyó para los vecinos de la comunidad. “La natación me calma, es como un escudo para mí, siempre protegiéndome. Si me siento mal o cada vez que tengo problemas, simplemente me sumerjo y me relaja. Nadar me salva la vida”, sostiene. El temor por su futuro y por su propia vida le emplazaron a abandonar el país con apenas 16 años.

    Sus ojos rasgados y nariz chata son la seña de identidad de los hazaras, una minoría chiita descendiente de Gengis Khan, pero también una condena ya que se trata de un pueblo muy castigado por los talibanes: “En mi tribu, las personas son a menudo asesinadas cuando son atrapadas. De niño no me quedaba dentro de casa y podría haber sido asesinado en cualquier momento. Además, como persona con discapacidad, no encajaba en esa sociedad. Tuve que irme”, declara.

    Pergeñó un plan en secreto para huir y voló a Irán, la primera parada de su éxodo. Después emprendió un infernal viaje de tres días en condiciones muy duras hasta Turquía, atravesando las escarpadas montañas de la cordillera Zagros: pagó a contrabandistas para desplazarse en un camión oculto entre plásticos y hacinado, recorrió un tramo a pie por senderos gélidos, esquivó controles fronterizos y sobrevivió al ataque de perros salvajes. “No sentía mis piernas, nunca he tenido tanto frío y hambre en mi vida”, resalta.

    Una vez en tierra otomana, Karimi estuvo cuatro años en el limbo, rodeado de alambradas tras pasar por cuatro campos de refugiados. En uno de ellos le permitieron salir un par de veces al día para entrenar en una piscina en la que volvió a sentirse libre. En 2015, Mike Ives, un profesor jubilado y antiguo entrenador de lucha libre, lo vio en un vídeo en Facebook e intercedió para que pudiera viajar a Portland (Estados Unidos). Gracias a su ayuda retomó su carrera como nadador y en 2017 en México ganó su primera medalla mundialista. Ahora disputará sus primeros Juegos: “No fue fácil, pero estoy vivo. Quiero que la gente sepa que Abbas Karimi, sin brazos, nunca se rindió y luchó por sus objetivos. Puedo hacer algo para cambiar el mundo”.

    El atleta iraní Shahrad Nasajpour. Foto: Christian Pedersen

    Otro deportista que también ha echado raíces en Estados Unidos y que piedra a piedra ha ido construyendo un porvenir es Shahrad Nasajpour. Su obstinación e idea descabellada germinó en una realidad, él fue el arquitecto que puso los cimientos para el equipo de refugiados. Al enterarse de que en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016 habría representación de exiliados, contactó con el Comité Paralímpico Internacional para que también formasen uno. Pese a los obstáculos iniciales, no desistió y su porfía obtuvo el resultado esperado.

    “Mis correos electrónicos ayudaron a encender las cosas. Cuando tienes un grupo, recibes más atención. Es genial ver a más atletas involucrados ahora. Espero que esto sea cada vez más grande en los próximos años. El espíritu de los Juegos Paralímpicos es otra cosa, sientes algo especial”, expresa el que fuese abanderado en el estadio brasileño de Maracaná. No perder la motivación es el faro que guía la vida de este lanzador de disco de 31 años que nació con una parálisis cerebral que afecta la movilidad de su lado izquierdo.

    Formó parte de la selección de atletismo hasta 2011, cuando las autoridades iraníes le prohibieron competir y entrenar por no cumplir las estrictas normas religiosas del régimen de los ayatolás durante un Mundial en Dubái. Después de tres años alejado del círculo de lanzamiento, el discóbolo persa abandonó su tierra y emigró a Norteamérica, donde retomó el deporte pese a las trabas, sobre todo, burocráticas, que tuvo que sortear.

    Para él, lo peor fue afrontar en soledad el proceso inmigratorio, sin ningún tipo de apoyo. Perdido, deambuló por varios estados del país hasta radicarse en Búfalo, Nueva York. Allí, Buffalo Peace House, una asociación sin ánimo de lucro que brinda ayuda a los solicitantes de asilo, fue su tabla de salvación. Su viaje es el epítome de la persistencia y la tenacidad, valores que le han impulsado hasta Tokio, sus segundos Juegos Paralímpicos. “Sean resilientes en tiempos difíciles. Escucharán muchos no de forma regular, pero no tomen ese no como una respuesta. Intenten encontrar diferentes maneras de llegar a sus objetivos y al final podrán llegar a donde quieran”, subraya.

    El taekwondista burundés Parfait Hakizimana. Foto: Anthony Karumba

    Parfait Hakizimana es el único de los seis deportistas que llega directamente desde un campo de refugiado. Desde 2015 reside en Mahama (Ruanda), un mar de arena y de tiendas de lona levantadas junto a cultivos. Fue testigo de un horror inexplicable con la cruenta guerra civil de Burundi entre hutus y tutsis que asoló el pequeño país de los Grandes Lagos entre 1993 y 2005. Tenía ocho años y nunca olvidará el día en que un grupo de hombres armados entró en el campo de desplazados internos en el que vivía. Su madre fue asesinada y él recibió un balazo que le dejó malherido el brazo izquierdo.

    Su padre, que estaba en el ejército, lo llevó a un hospital, donde permaneció dos años ingresado. Las cicatrices que serpentean desde el hombro hasta el antebrazo son un doloroso recordatorio de lo que ha tenido que superar. Con 16 años se agarró al taekwondo y su sonrisa volvió a abrirse, a golpe de patadas convirtió su temor en esperanza. En el deporte no vio diferencia entre tribus, solo unidad: “Me salvó y me levantó el ánimo”. Fundó un club, pero el conflicto en uno de los lugares más pobres del mundo, que dejó unos 300.000 muertos, dinamitó el futuro de la población.

    Parfait escrutaba un horizonte desdibujado y sin oportunidades, por lo que decidió unirse a miles de compatriotas que abandonaron aquel infierno abigarrado. “Tenía mucho miedo a quedarme en Burundi y que me dispararan como a mi madre”, afirma. En Mahama, en la frontera con Ruanda, recuperó la libertad que anhelaba, aunque las condiciones no eran las adecuadas. Al principio vivía en una carpa y sin acceso a agua potable. Para superar el trauma emocional y las secuelas físicas centró su foco en el deporte y ahora entrena a unas 150 personas en el campo.

    “Prefiero hacer taekwondo porque me da seguridad y también me ayuda a ser feliz y a recuperar, en parte, la alegría que no pude tener durante mi infancia”, aclara. Desde allí, con carestía de medios, se ha preparado para llegar a los Juegos Paralímpicos. Un desafío mayúsculo. “No tengo muchos recursos. No hay mucha comida ni tratamiento médico. No es fácil”, lamenta. Su objetivo es regresar a Burundi junto con su mujer y su hija, y abrir otro club de taekwondo que sirva como punto de partida para transformar las vidas desarraigadas a causa de la guerra. “Hay que ser valiente y paciente y las cosas buenas sucederán”, agrega.

    Ibrahim, Anas, Alia, Abbas, Shahrad Nasajpour y Parfait. A todos ellos les une el hilo del exilio, la migración forzosa o geopolítica. Son supervivientes y en Tokio se convertirán en altavoces de los millones de refugiados que hay en el mundo y que, como ellos, sueñan con una segunda oportunidad.

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