Jesús Ortiz / dxtadaptado.com
Cuando encaraba el foso de arena entraba en erupción. Aceleraba hacia la tabla de batida con una velocidad endiablada, 18 zancadas, cuerpo contraído como un acordeón, rodillas al pecho y brazos extendidos antes de su aterrizaje. Durante 20 años, Manolo Rodríguez Ibáñez fue un referente mundial en triple salto y en longitud para atletas ciegos. De piernas infinitas y músculos cincelados, el ‘canguro’ madrileño se codeó con los mejores desde la década de los 80 hasta los primeros años del siglo XXI, construyendo un palmarés abrumador: 25 metales entre mundiales y europeos y nueve medallas en los Juegos Paralímpicos.
Tenía un don para el salto desde niño, cuando desafiaba los diez metros de altura del trampolín que había en la piscina Marbella en el barrio de Carabanchel o cualquier obstáculo con el que se topaba por la calle. “Siempre saltaba por todos lados, por ventanas, columpios, muros… Para mí era un juego, era muy atrevido y lo llevaba en la sangre”, confiesa. Hasta los 12 años tuvo resto visual en el ojo derecho, pero poco después llegó la oscuridad. “Un día me di cuenta de que ya no veía nada, aunque no fue nada traumático. El problema vino porque me operaron seis veces de cataratas”, cuenta.
La ceguera no apaciguó su ímpetu y osadía, continuó disfrutando del atletismo, deporte que descubrió mientras estudiaba en el colegio de la ONCE en Alicante. Despuntó muy joven, con 13 años se proclamó campeón de España en triple y longitud en Burgos en 1979. Y en su debut internacional, en el Europeo de Bulgaria de 1983 se llevó un bronce. Solo un año después disputó sus primeros Juegos en Nueva York: “Fueron inolvidables, aluciné en el país de los sueños y de las oportunidades. Como anécdota, me perdí junto a un compañero, Antonio Emilio Delgado, la policía tuvo que llevarnos a la villa. El ambiente fue magnífico, había una gran camaradería y los voluntarios se volcaron. Incluso me planteé quedarme allí para estudiar Educación Física”.
En la competición empezó con un cuarto puesto en salto de altura tras un despiste en el último intento que le hizo caer de espaldas en el suelo. “No podía ni moverme, ese día fue la última vez que disputé esa modalidad. Tres días después y aún dolorido gané la medalla de plata en triple salto”, afirma. En Seúl’88 volvió a subir al podio con un bronce en la misma prueba. “Esos Juegos fueron más profesionales y multitudinarios, los organizadores llenaron las gradas con niños, militares y asociaciones. Y utilizamos las instalaciones que unos días antes habían ocupado los olímpicos. Por la noche montábamos fiestas en una carpa, Miguel Ángel Rubio ‘El Brujo’, que fue fisioterapeuta del equipo ciclista de la ONCE, se subía al escenario para tocar la batería y yo le acompañaba con la flauta”, recuerda.
Éxitos con Eleuterio Antón, su mentor
Poco a poco fue puliendo la técnica gracias a Eleuterio Antón, cuatro veces campeón de España absoluto de maratón y actual seleccionador en la Federación Española de Deportes para Discapacitados Físicos. Él se convirtió en sus ojos en la pista. “Fue mi mentor, el entrenador que me hizo ser un gran deportista. Tenía máxima confianza en él, un guía que me ayudó a crecer”, confiesa. Hasta el Mundial de 1990 en Assen (Holanda) saltaban a pies juntos, sin esprintar. “De la noche a la mañana nos dijeron que por primera vez teníamos que incorporar la carrera y estábamos acojonados, ese día hubo hostias de todos los colores”, dice riendo. “Había que estar un poco loco para dedicarse a los saltos, entraba a tabla a 10 m/s (36 km por hora)”, añade.
El madrileño se consagró en Barcelona’92, donde fue elegido para hacer el juramento paralímpico en nombre de todos los deportistas. “Los mejores Juegos que he vivido, nos sentíamos estrellas, teníamos fans y hubo momentos en los que me sentí agobiado, no estaba acostumbrado a firmar tantos autógrafos o hacerme fotos con la gente. Te trataban con un cariño especial, por las noches en cualquier bar te pagaban las copas y se ligaba mucho (ríe). Supuso un cambio brutal, esa temporada nos dieron 60.000 pesetas al mes para prepararnos y me dio más flexibilidad porque trabajaba vendiendo el cupón de la ONCE y en una clínica de osteopatía”, señala.
Un Estadio de Montjuic a rebosar lo llevó en volandas hacia el oro en la disciplina del ‘hop, step, jump’. “El nivel era muy elevado y en el quinto salto el ruso Sergei Sevastianov se puso por delante. En el último intento me concentré, el público me arropó y gané por echarle huevos, fue un salto malo técnicamente”, matiza. También se llevó el bronce en los 100 metros lisos, aunque para él “tendría que haber sido de oro. Antes salíamos de uno en uno y cuando sonó el disparo el público empezó a aplaudirme y no oía a los llamadores que se situaban a 50 metros y en la línea de meta, así que hice eses como si estuviese borracho y me ganaron por diez centésimas. Me enfadé mucho, pero luego entendí el entusiasmo de la gente”.
Doblete dorado en Atlanta’96
Mientras continuaba coleccionando medallas en pruebas internacionales también tuvo tiempo para participar en el Mundial de powerlifting en Marbella en 1994. “No tenía ni idea de ese deporte, pero sí hacía pesas, estaba tan fuerte y musculado que mis compañeros me llamaban ‘Geyperman’. Gané una plata en la categoría de 82,5 kilos”, comenta. Pero lo suyo eran los vuelos, parecía tener muelles en sus pies, cada vez llegaba más lejos y en Atlanta’96, siendo el abanderado del equipo español, firmó unos guarismos destacados. Oro en triple salto (12,93 metros), oro en longitud con récord del mundo (6,67) y plata en 100 metros.
“Fue mi mejor actuación, era el año en el que mejor me trataron, tuvimos becas y por primera vez nos pagaron por ganar medalla: 150.000 pesetas (900 euros) las de oro y 100.000 la de plata. Me vino bien porque me pagué unas buenas vacaciones. Aunque no compensaba las numerosas horas de entrenamientos que le había dedicado para preparar esa cita. He sido bueno en lo mío pese a tener que buscarme la vida, apenas tuve ayuda. Si hubiese tenido el apoyo y las infraestructuras de los atletas de hoy en día, habría hecho marcas para competir en campeonatos convencionales”, asegura.
Un año después, en el Europeo de Valencia fue el perjudicado protagonista de un récord del mundo que finalmente le fue arrebatado por irregularidades en la medición. “Con un esguince de tobillo hice 6,97 metros, la competición se paró y todos vinieron abrazarme, pero uno de los jueces se metió a medir y borró mi huella. Seguiría siendo plusmarca mundial ahora mismo -el actual está en 6.73-. Y en triple mi mejor marca homologada es de 13.47, pero he saltado más”, prosigue.
En Sídney 2000 volvió a volar con carácter de campeón, otro oro en triple salto y una plata en longitud pese a estar mermado físicamente. “Llegué sobreentrenado, la temporada fue muy larga y cuando uno tiene muchas ganas tiende a pasarse. Tuve lesiones de pubis y de espalda, salté infiltrado y vendado como una momia. Pese al oro, me quedó un sabor amargo”, reconoce. Fueron sus últimas medallas en unos Juegos ya que en Atenas 2004 quedó 6º en triple salto: “Tanto a Eleuterio como a mí, que trabajábamos para la ONCE, no nos facilitaron las cosas para entrenar. Esa preparación fue un desastre, sufrí caídas y perdí la confianza. Tenía que haber cambiado de guía, pero no podía dejarle tirado por nuestra amistad”.
En 2005 en un Meeting Internacional en Barcelona se despidió de la competición. Sin embargo, siete años después desempolvó las zapatillas e intentó la marca mínima para acudir a Londres 2012. “Terminé de fastidiarme la espalda porque tenía una hernia y ahí me retiré, no quise saber nada más del atletismo, ya no he vuelto a saltar nunca más”, señala. Alejado de las pistas, a sus 54 años sigue atendiendo en Madrid a sus pacientes en ‘Mano de Santo’, una clínica de osteopatía, kinesiología, masajes terapéuticos o acupuntura. Buena mano también tiene para tocar instrumentos musicales como la guitarra, la flauta o la trompeta y que le ha permitido formar junto al nadador paralímpico José Ángel Corral el dúo ‘JaceMan’. Así es Manolo Rodríguez Ibáñez, el ‘canguro’ invidente que dejó su huella en el foso de arena.