Jesús Ortiz / dxtadaptado.com
Durante seis largos días miró a los ojos de la muerte en la hostil, sombría y fría pared norte del Eiger, la montaña más temida de los Alpes suizos que tantas vidas ha devorado. En una pequeña cueva, Miguel Ángel Pérez Tello sobrevivió como pudo, con las dos piernas fracturadas tras una caída de 40 metros y congeladas hasta la rodilla, sin apenas alimentos y soportando un viento ululante y temperaturas de -18ºC. Cuando las fuerzas flaqueaban fue rescatado y pudo escapar de las entrañas de aquel ‘Ogro’ de piedra caliza con pinceladas de hielo y nieve. Sufrió una doble amputación de pies, pero eso no fue óbice para construir una carrera plagada de éxitos en esquí de fondo y ciclismo. Campeón del mundo y cinco medallas en Juegos Paralímpicos de Invierno y de Verano adornan su museo.
Nacido en Granada hace 63 años y criado a las faldas de Sierra Nevada, desde niño sintió atracción por el binomio deporte-naturaleza. “El montañismo era una extensión de mis juegos de infancia”, asegura. Con 10 años subió al Veleta y al Mulhacén junto a su hermano Andrés, poco después comenzó a practicar esquí de fondo y cuando no había nieve sobre la que deslizarse, subía en bicicleta por las angostas y empinadas calles del Albaicín. Con Álvaro Gijón como técnico, destacó sobre los esquíes. “Siendo júnior fui bronce en una prueba nacional importante en Éibar. Tenía 17 años y no estábamos autorizados a correr 30 kilómetros. Nos dejaron y gané a miembros del equipo español”, cuenta.
Apuntaba alto, pero sus expectativas se vieron frenadas tras el grave accidente que sufrió cuando se enfrentó a una de las montañas más difíciles del mundo, de 1.800 metros de altura y dos kilómetros y medio de recorrido laberíntico. Era noviembre de 1977 y acompañado por Jesús Fernández se plantó en el corazón de Suiza para conquistar aquella pared vertical de roca negra y de hielo vidrioso. Ambos alpinistas formaban una cordada avezada con muchas horas de entrenamientos. “Teníamos experiencia, escalamos muchos lugares de España. A pesar de mi buena preparación física y mental, no era el momento de hacerlo, tendría que haber esperado unos años más. Para mí era un desafío y salió mal, aunque ese accidente le podría haber ocurrido a cualquiera”, confiesa.
Al cuarto día de ascenso, en la zona conocida como ‘La Rampa’, Miguel Ángel cayó 40 metros al vacío por un desprendimiento de nieve: “Íbamos a buen ritmo, con la idea de hacer cumbre al quinto día. Pero nos pilló un sitio muy delicado, el terreno estaba más blando y el piolet no se afianzó. Cuando traté de izarme, la nieve me desequilibró y salí volando”. La cuerda le frenó, pero chocó con un saliente de roca y se fracturó las dos piernas. Tuvieron que rapelar unos metros hasta encontrar refugio en un vivac, aunque la ayuda no llegó hasta seis días después. La espesa niebla y una tormenta dificultó el rescate: “No había visibilidad y cada día Jesús subía a una posición más elevada para dar señales de vida. Si hubiésemos llegado cansados, habríamos muerto”.
El granadino creyó que no podía resistir tantas noches, pero la vida en su interior era aún más fuerte. Y aguantó, bajo ese tremendo frío que había congelado sus maltrechas piernas. “Creí que de ahí no salíamos vivos. Pensé en el disgusto que les iba a dar a mi familia, pero traté de no desesperarme para no consumir energía. Fue muy complicado dominar esos pensamientos e hicimos todo lo posible por sobrevivir. Estaba deshidratado y desnutrido”, recalca. El júbilo sonó en su voz al oír a los equipos de rescate al sexto día. “Cuando el helicóptero me arrancó de la pared y quedé suspendido en el aire sentí que volvía a nacer”, admite. Su gran desafío solo acababa de comenzar.
Una larga batalla en el hospital
En el Hospital Cantonal de Interlaken libró otra batalla durante siete meses y medio. “Los médicos me dijeron que lo mío había sido un milagro. Me ofrecí para ensayos clínicos, fue un proceso largo y doloroso, intentaron salvarme los pies, pero al final tuvieron que amputarlos por debajo del gemelo. Mi protésico y colegas suyos insistían en que no podría caminar nunca más por los muñones tan raros que se me habían quedado. No desistí y estando en la cama hacía ejercicios y me daba masajes con arena fina de la playa para endurecerlos. Solo tenía dos opciones, abandonarme o retomar el camino. Quería seguir esquiando y escalando”, explica.
Perder los pies no cercenó su sueño. Su tozudez, entereza y perseverancia no lo iban a permitir. Regresó a casa, se acostumbró a convivir con el dolor, se familiarizó con las prótesis y a los pocos meses ya estaba trepando el Corral del Veleta y la vía Orión en Los Vados (Granada). Con unas muletas en la mochila y con fuerza de voluntad decidió escalar otras paredes fuera de España, como el macizo de Hoggar (Argelia). Y retomó el esquí de fondo, disputando campeonatos regionales y nacionales, así como la Marxa Beret. “Avancé muy rápido y me di cuenta de que podía hacer lo mismo de siempre. Estaba fuerte, elástico y tenía una técnica muy depurada pese a que me faltaban los tobillos”, apunta.
En 1986 se marchó a trabajar a New Hampshire (Estados Unidos) como monitor de esquí y montañismo. “A través de una revista conocí a un esquiador paralímpico y ese encuentro fue el contacto decisivo con el movimiento paralímpico. Me invitaron a un campeonato americano y gané mis primeras medallas, un oro en 5 km y un bronce en 10 km”, recuerda. A su vuelta a España se enroló en la selección nacional, disputó los Juegos Paralímpicos de Innsbruck 1988 y el andaluz brilló sobre el manto blanco de la ciudad tirolesa con dos platas en 5 y en 10 km. Dos años después volvió a destacar en el Mundial de Jackson (EE.UU.) con tres preseas (plata en 5 km y bronce en 10 y 20 km). Y en los Juegos de Albertville-Tignes (Francia) 1992 subió al podio otra vez con un bronce en 5 km y también fue cuarto en 20 km.
“Era muy difícil competir ante los países nórdicos. Ellos tenían un gran equipo, llevaban hasta psicólogos. En mi caso estaba solo, cargaba con todo el material, hacía de entrenador y de encerador, que es una parte fundamental en el rendimiento en la nieve. Era un reto y un orgullo porque miraba de tú a tú a esquiadores de selecciones potentes y con un gran respaldo económico. Vencerles tenía mucho mérito, me gané el respeto y la admiración. Cuándo a mis rivales les comentaba de dónde era, no sabían situar en el mapa a Granada, así que les decía que vivía al lado de Málaga y como allí veraneaban todos, se llevaban las manos a la cabeza”, dice riendo.
Potencia y talento sobre ruedas
No pudo sacar medalla en sus últimos Juegos de Invierno, en Lillehammer’94, donde logró dos diplomas. Un año antes participó en la Engadin (Suiza), una de las maratones clásicas, y en 1997 dejó el esquí de fondo tras ser campeón de España en Lleida. Por entonces también había cosechado sus lauros más preciados en ciclismo, su otra pasión. Sacó a relucir su potencial y talento pedaleando desde su primera carrera. “Fue en el Campeonato de Francia, me dejaron competir y al final los organizadores se arrepintieron porque no esperaban que ganase al francés, que era el campeón del mundo”, menciona. De ahí llegó lanzado a los Juegos de Barcelona’92 y se llevó un bronce en la prueba de línea categoría C3, convirtiéndose, junto a Magda Amo, en el primer deportista español en ganar medalla en dos Juegos en un mismo año.
“Pude ganar el oro al sprint, pero me faltaba picardía, tenía mentalidad de fondista, no de ciclista. Fracasé en la llegada a meta, iba primero y quedé tercero. Eso sí, aquellos Juegos fueron espectaculares, los disfruté muchísimo, la gente nos trató con mucho cariño”, asevera. Continuó su idilio con el éxito, ganó el primer Campeonato de España, celebrado en Granada, y en el primer Mundial de ciclismo adaptado en Gante (Bélgica) 1994 conquistó el oro en ómnium, la combinada del kilómetro, velocidad y persecución en la pista. “Hice tres récords mundiales y corrí con una bici de carretera. El peralte me resultaba familiar ya que en el esquí estaba acostumbrado a tirarme por cuestas. La decepción más grande de este deporte fue el ambiente. En la ruta era el favorito para ganar y un austriaco fue a por mí, me tiró al suelo y me fracturé la cadera”, declara.
Se recuperó y al año siguiente barrió a todos sus rivales en Manresa en un Campeonato de España abierto a todos los países y luego en la Copa de Europa en Alsancia (Francia). Fue la antesala a su mayor premio como ciclista. En los Juegos de Atlanta’96 puso el broche a su periplo paralímpico con un oro en el ómnium en el velódromo de Stone Mountain. Y eso que no arrancó bien: “Había rivalidad insana. Antes de la prueba de velocidad fui al baño y cuando regresé me habían desinflado las ruedas. Perdí la concentración y quedé octavo. Pese a que intentaron desestabilizarme y acosarme, gané el kilómetro y la persecución para conseguir la medalla que tanto anhelaba”. En la ruta aspiró hasta el final por el oro, pero en el sprint quedó rezagado y fue octavo.
Ahí puso punto y final a su vida competitiva para continuar con su gran devoción, la escalada. Como montañero difundió su experiencia y llegó a coronar cimas en todo el mundo: Montblanc, Kilimanjaro, Cotopaxi (Andes), Kosciuszko (Alpes australianos), Aconcagua, Guadarrama, Gredos, Pirineos, Atlas, Mauna Kea (Hawái), Montes Apalaches, Rocosas (EE.UU.) o Elbrus (Cáucaso), el pico más alto de Europa y siendo el primer andaluz en ascender a la cumbre. También ha visitado en varias ocasiones los alrededores del Eiger, el lugar donde volvió a nacer: “Contemplar esa pared me transporta a lo vivido, es un sentimiento personal y profundo. No tengo ninguna sensación de reproche, sigo apreciando su contundente belleza”.
En 2016 subió el Naranjo de Bulnes (Asturias) con 60 años y hasta el alpinista alemán Álex Huber, el ‘rey’ de la escalada libre, se rindió ante su tenacidad y determinación. “Hace poco me detectaron artritis, me quedaba sin fuerzas y con rigidez. Pero ya estoy recuperándome y en cuanto coja velocidad de crucero volvemos a la acción. Pese a mi edad, me siento joven y voy a seguir escalando mientras la mente y el físico me lo permitan”, apostilla Miguel Ángel Pérez Tello, un ‘todoterreno’ que no deja de disfrutar de la montaña, su elixir de vida.