A hurtadillas y en una piscina a oscuras aprovechaban el espacio que les cedían en Barcelona para entrenar cuando el sol descendía al ocaso y el cielo se iba tiñendo de colores anaranjados y malva. Lidiar con una sociedad machista que veía el deporte como perjudicial para la salud y el físico de las mujeres suponía un gran desafío para las jóvenes que rompieron moldes durante los últimos años del régimen franquista. Carmen Riu y Rita Granada se convirtieron en las primeras deportistas españolas con discapacidad en acudir a unos Juegos Paralímpicos. Ellas fueron el punto de partida del deporte femenino, pavimentaron el terreno con trabajo, tesón y valentía.
Encontrar en las hemerotecas de los periódicos de la época rastro sobre su historial deportivo o el de las compañeras que les sucedieron resulta una quimera. De algunas apenas hay reseñas y muchas continúan en el hangar del olvido. Durante décadas les dieron la espalda. Pero nunca claudicaron, habituadas a navegar bajo cualquier tipo de tormentas, con gallardía, perseverancia e inconformismo abrieron caminos ignotos, se rebelaron contra los estereotipos, liberaron los corsés de miedos y de tabúes y plantaron batalla a los obstáculos para acceder al ámbito deportivo. Todas ellas, mujeres inspiradoras y pioneras que no han parado de cosechar éxitos en los más de 50 años del deporte paralímpico en España.
Después de nadar a contracorriente, haciendo un trabajo ingente, las mujeres han hecho del deporte una forma de empoderamiento. Hoy, muchas son imágenes de marcas multinacionales, conferenciantes y referentes. Pero otras empezaron casi en la clandestinidad, como Carmen Riu, primera medallista española en unos Juegos, una precursora de la natación que puso su granito de arena para construir el deporte paralímpico que conocemos. “Mis padres estuvieron ocho años pagándole a un monitor porque no me dejaban nadar con el resto de niños por tener discapacidad. Después formé parte de un club deportivo que fundó la Asociación Nacional de Inválidos Civiles (más tarde Instituto Guttmann) y en una instalación municipal nos dejaban la piscina pequeña los sábados por la tarde y nos apagaban las luces para que nadie se percatase de que estábamos allí entrenando”, relata.
“Mujer y con discapacidad, éramos inservibles para la gente. Nos trataban diferente, nos veían como bichos raros. Para la sociedad no valíamos nada, nos miraban como si fuésemos a infectarles algo. El carnet de identidad ya nos marcaba, en nuestra profesión ponía inválidos. Era muy difícil para nosotras, teníamos que superar muchas barreras”, asegura esta barcelonesa, víctima de la poliomielitis que afectó a la población infantil entre las décadas 50 y 60. Ella, junto a Rita Granada, formó parte de la expedición que acudió a Tel Aviv en 1968, ciudad en la que España se estrenó en unos Juegos Paralímpicos. A pesar de la escasa preparación, Carmen brilló con dos preseas de plata, que, como era de esperar, pasaron desapercibidas.
“Nos llevaron a este evento por probar, así que solo pensaba en no quedar última. Cuando nos tocó competir, a nosotras nadie del equipo español nos acompañaba. Soldados israelíes, que nos trasladaban en un camión del ejército, nos decían qué pruebas nos tocaba nadar. Y cuando nos reunimos con el resto compañeros, ninguno creía que había ganado dos medallas”, relata aquel episodio que lleva grabado a fuego en su memoria.
En los siguientes Juegos, en Heidelberg 1972, a ambas se les unieron siete chicas más, entre ellas, Cointa Madrazo, Visitación Domínguez, Mari Carmen Gil o Rosa María Lestán. Del resto solo hay constancia de sus apellidos: Conesa, Fernández y López. Aquella cita debió celebrarse en Múnich, pero la organización vendió los apartamentos de la Villa Olímpica y el acontecimiento se trasladó a más de 250 kilómetros. Riu ganó una plata en 50 metros espalda, pero como señal de protesta la rechazó y la tiró al suelo: “Por eso no aparece en las estadísticas, intentaron taparlo”. De espíritu rebelde, acabó abandonando por esa discriminación imperante. “Con 21 años me retiré de la competición. No me parecía bien el trato que nos daban con respecto a los olímpicos”, añade la catalana, que se convirtió en representante de mujeres en las Naciones Unidas y miembro del Consejo de Europa en Mujer y Discapacidad.
En el final del franquismo la presencia de la mujer en el deporte seguía siendo escasa y reinaba cierta tolerancia porque se veía como parte de la rehabilitación de las personas con discapacidad. A finales de los 70 y principios de los 80, a golpe de brazadas que salpicaban éxitos, Maite Herreras consiguió cambiar miradas de conmiseración por otras de respeto y admiración. La ‘sirena’ del Pisuerga fue el primer prodigio adolescente de la natación. Conquistó 13 medallas en tres Juegos Paralímpicos.
Tuvo que esperar a cumplir los 12 años para romper el cascarón con su primer Campeonato de España. Su cara de niña escondía una madurez y ambición impropias para su edad, y su enjuto cuerpo de 150 centímetros contenía un talento especial cuando se deslizaba por el agua. “En Zaragoza, en mi debut, cuando entré en el pabellón la gente me decía con condescendencia: ‘Tú no te preocupes, pásatelo bien y disfruta’. Un señor de la organización, al verme tan pequeña me dijo que como no iba a ganar nada, me regalaba un bañador”, cuenta. A caballo entre la valentía y el orgullo herido, tapó bocas al colgarse tres oros, un resultado por el que fue reclutada para los Juegos Paralímpicos de Toronto 1976, siendo la única chica de toda la delegación española.
“Tenía 14 años y tuvieron que enviar a una mujer para no dejarme sola, aunque siempre me escapaba con mis compañeros de natación, de atletismo o de baloncesto”, comenta entre risas. En Canadá sumó cuatro metales: un oro, dos platas y un bronce. Botín que le sirvió para ser reconocida como la mejor deportista por la Agrupación Española de Informadores Deportivos de Radio y Televisión. La vallisoletana volvió a relumbrar en Arnhem 1980 con seis medallas -cuatro platas y dos bronces- y en Nueva York 1984 con dos oros y una plata. Al siguiente año colgó el bañador.
“Lo peor era la vuelta a casa, la sociedad en general no nos veía como deportistas. Para las instituciones éramos unos pobrecitos en silla de ruedas que nos rehabilitábamos a través del deporte, nada más. Decidí dejarlo porque sin ayudas no podía compaginarlo con el trabajo. No teníamos ni material, nos daban un saco con un chándal usado cuyo pantalón me sobraba la mitad y cuando terminaba la competición tenía que devolverlo. Después quise hacer el curso de entrenadora y no me dejaron, no me dieron explicaciones, pero tampoco hacía falta, era mujer y tenía discapacidad, no me veían capaz de enseñar a los niños. Fue duro, así que corté de raíz con la natación, me dolió mucho porque me hubiese gustado trasladar a otros jóvenes lo que sabía”, lamenta.
En la década de los 80 se abrieron las puertas a deportistas ciegas y aparecieron las primeras atletas, con Goyita Madrid, quien ganó un bronce en Arnhem 1980, y Puri Santamarta, la mejor velocista invidente de la historia. De apetito voraz, carácter volcánico y alma de gacela cuando se calzaba las zapatillas de clavos, la burgalesa venció todas las adversidades para convertirse en leyenda al reinar durante casi 20 años en las pruebas de velocidad. Fue nueve veces campeona del mundo, 18 de Europa y coleccionó 16 medallas en siete Juegos Paralímpicos, 11 de ellas de oro y algunas aderezadas con récords mundiales que perduraron mucho tiempo. Subió al podio en las citas de Arnhem 1980, Nueva York 1984 y Seúl 1988, aunque su explosión llegó en Barcelona 1992, donde se convirtió en la única española con un póker dorado en pruebas individuales en unos Juegos. Ganó en 100, 200, 400 y 800 metros. Ninguna otra atleta, en su categoría, ha vuelto a repetir esa gesta.
“Ahí me sentí una estrella, la gente se volcó, iba a vernos en masa, lo que vivimos fue un sueño. Firmé muchos autógrafos, incluso a dos monjas que nos pararon por la calle”, confiesa riendo. Aún no se había constituido el Comité Paralímpico Español y la única ayuda con la que contaron era de unas 60.000 pesetas (360 euros) mensuales que la ONCE les dio para preparar el evento desde enero hasta septiembre. Por las medallas no recibió ninguna recompensa económica, algo que cambió en Atlanta 1996.
En esa época tuvo que compaginar el deporte de élite con su trabajo como vendedora del cupón y con el cuidado de sus dos hijos. Una complicada combinación de pañales, lactancia y sesiones espartanas de entrenamientos que sacó adelante porque pidió una excedencia. “Estuve a punto de dejarlo porque no podía con todo. Pasé de ganar 200.000 pesetas al mes a cobrar 60.000, era un cargo de conciencia importante, así que tenía que ganar, la plata habría sido un fracaso”, recuerda.
En la ciudad norteamericana conquistó tres oros y percibió 150.000 pesetas (900 euros) por cada uno. Los de Atenas 2004, con un bronce al cuello, fueron sus últimos Juegos. “Me había llevado desengaños y promesas incumplidas, no me sentía valorada. No podía pelear por un oro cuando tenía que trabajar ocho horas diarias y luego ir a entrenar y cuidar a mis hijos. Si hubiese vivido del deporte habría sido mejor atleta”, enfatiza.
En Barcelona 1992 comenzó la explosión del deporte femenino paralímpico, con 34 medallas conseguidas por mujeres de las 107 en total. La natación continuó siendo el principal caladero de éxitos, con nombres propios como el de Arantxa González, Laura Tramuns, Sonia Guirado, Begoña Reina, Silvia Vives, Ana Belén Bernardo, Mari Paz Montserrat, Regina Cachan o Ana Martín, grupo que tomó el relevo de nadadoras destacadas en los 80, como Pilar Javaloyas y Anna María Peiró, quienes lograron 13 y 10 medallas en varios Juegos, respectivamente.
En la Ciudad Condal se estrenó el ciclismo y el único oro para España en esta modalidad lo firmó Belén Pérez. La granadina fue una pionera del pedal, tuvo una carrera deportiva fugaz, cinco años en los que le dio tiempo a cosechar medallas y maillots que la confirman como la mejor ciclista española con discapacidad visual. En solo unos meses pasó de rodar con amigos en ‘grupeta’ a ganar el oro en Barcelona. “Fue la mejor experiencia de mi trayectoria. Jamás pensé que el público nos iba a hacer sentir al mismo nivel que a los olímpicos, porque hasta esa cita a las personas con discapacidad no les daban importancia”, dice. Con una plata en la prueba de fondo y un bronce en el velódromo de Atlanta 1996 dejó el ciclismo, con solo 23 años, debido a las dificultades que tenía para conciliar la alta competición con su labor como profesora.
Sentada en una desvencijada y robusta silla de ruedas de los años 60, con una garrafa de plástico como protección bajo la chaquetilla y unos guantes blancos ajados, Paqui Bazalo alcanzó la cima en el pabellón INEFC de Montjuic blandiendo la espada. La malagueña, que sufre poliomielitis, fue una de las protagonistas de la embrionaria selección española de esgrima que sorprendió en los Juegos de Barcelona. Su ambición y pundonor empujaron más de lo que restaba su bisoñez, apenas llevaba diez meses manejando el acero e hizo historia con una presea dorada. “Tuve la suerte de entrenar con los pentatletas olímpicos de España, los chicos me machacaban, pero eso me ayudó y me hizo ser explosiva”, cuenta.
Con la muñeca anestesiada por una lesión, manos rápidas y una calma gélida fue despachando a rivales más experimentadas, incluso en la final a la francesa Josette Bourgain, campeona en Seúl 1988, con una estocada para la eternidad. Unas horas después llegó otro subidón con el bronce por equipos junto a Cristina Pérez y Gema Hassen-Bey. “Estábamos en inferioridad de condiciones porque no teníamos recursos, éramos una selección pobre, pero lo suplimos con valentía y orgullo. Antes éramos unas grandes desconocidas, no les interesábamos a nadie y desde entonces teníamos nombres y apellidos», subraya.
El mismo tridente repitió bronce en Atlanta, con Hassen-Bey como otra ‘mosquetera’ indomable que rompió moldes con cinco Juegos Paralímpicos en su hoja de servicio y tres bronces. De cabellera rubia y sonrisa perenne, fue la primera niña que ingresó en el Hospital Parapléjico de Toledo -sufrió una lesión medular en un accidente de tráfico-, donde pasó toda su infancia. En Barcelona 1992, contra todo pronóstico y sobre una silla obsoleta, Gema ganó un bronce individual, que suponía la primera medalla de la esgrima española.
La clasificación para Pekín 2008, su última cita paralímpica, fue una travesía azarosa y lo logró después de marcharse a Hong Kong para prepararse durante meses con el equipo chino. “El seleccionador español no contaba conmigo, quería llevar solo a los chicos, no lo entendía porque sacaba mejores resultados que ellos. Me sentí discriminada por ser mujer y por mi orientación sexual, lo pasé mal. Pero cuando me ponen un reto voy a por él. Empecé en la esgrima sin el apoyo de mi padre, él fue mi primer rival, me castigaba sin salir, pero me saltaba sus prohibiciones y me buscaba la vida para perseguir mi sueño”, recalca la madrileña.
Por equipos femenino, España solo cuenta con una medalla paralímpica, la plata del goalball -único deporte creado para ciegos- en Sídney 2000, que desde entonces no acude a unos Juegos. Aquel plantel, capitaneado por Paco Monreal, estuvo formado por Mari Ángeles Calderón, Concepción Dueso, Concepción Hernández, Sara Luna, Jessica Malagón y María Begoña Redal. El baloncesto en silla de ruedas tuvo que esperar 29 años para volver a participar en unos Juegos. Lo hizo en Tokio 2020 y unos meses después escribió su página más brillante con un bronce en el Europeo de Madrid, la primera medalla de su historia. Está viviendo su mejor etapa después de años en el ostracismo.
Los años más duros los sufrió Ramón Gisbert, el principal impulsor del baloncesto femenino, la persona que promovió en 1976 en Cataluña el primer partido con participación de mujeres y la creación de la Copa de la Reina y de una Liga que apenas duró varias ediciones. Él fue el seleccionador que dirigió en Barcelona a Chelo Gómez, Begoña Baños, María José Moya, Montse Gracia, Pepi Rosa, Antonia Montoro, María Comino, Loli Sanda, Ana Rosa Casal, Matilde Ruiz, Candelaria Vera y María José Sola, las primeras en disputar unos Juegos Paralímpicos.
“Era muy complicado llevar adelante la preparación del equipo, mientras los hombres tenían sillas nuevas y personalizadas, nosotras tuvimos sillas de talla estándar, algunas nos llegaron en la misma Villa Olímpica, solo contamos con tres concentraciones y las chicas tenían poca fundamentación de baloncesto”, lamenta Gisbert. Una de las que trabajó durante años en la sombra y derramó lágrimas por los obstáculos fue Matilde Ruiz, la única deportista española que ha competido en tres disciplinas diferentes en los Juegos -natación y atletismo en Arnhem 1980 y baloncesto en Barcelona 1992-.
“En los inicios nos enfrentábamos a hombres porque no había chicas suficientes y nos daban palizas terribles. Éramos tan pocas que llegué a jugar incluso embarazada de seis meses ya que nos faltaba gente. Sufrimos discriminación, se volcaban con la selección masculina y a nosotras nos daban las sobras. No teníamos material, a veces ni íbamos equipadas, vivimos penurias, todos los gastos salían de nuestro bolsillo y antes de ir a un campeonato nos veíamos directamente en el aeropuerto, apenas entrenábamos algún fin de semana. Competíamos con rivales que tenían sillas de última generación, nosotras jugábamos con las de paseo. No teníamos fisioterapeutas ni mecánicos, si en un partido se pinchaba una rueda, las que estábamos en el banquillo las cambiábamos. Nosotras les allanamos el terreno a las posteriores generaciones”, afirma.
Sonia Ruiz, capitana de la actual selección, tampoco lo tuvo fácil. Estuvo presente en el resurgir del baloncesto femenino hace ya dos décadas y también tuvo que sortear innumerables barreras. Jugaban por pasión, sin ayudas, acudían a torneos después de realizar concentraciones que pagaban ellas, quedándose en casa de alguna compañera y durmiendo en colchones, en sofás o en el suelo. “Nos tocó vivir dificultades y llevarnos muchos palos extradeportivos, pero cuando trabajas con pasión y crees en lo que haces, se acaban alcanzando las metas”, dice la jugadora y presidenta del UCAM Murcia. Fue la primera española en jugar en el extranjero -Australia- y en ganar la Liga y la Copa del Rey con un equipo mixto, ya que no hay competición femenina. Ahora España ha dado un salto de calidad, codeándose con las grandes potencias.
En la nieve, aunque han sido pocas, las mujeres también han dejado su indeleble impronta. Susana Herrera -falleció en 2019 debido a un cáncer de pulmón- fue la precursora. Con 23 años sufrió dos paros cardíacos y se quedó ciega, con hemiplejia y perdida del habla. El esquí alpino fue su tabla de salvación y en Innsbruck 1988 sumó las primeras medallas para España en unos Juegos Paralímpicos de Invierno con un oro en descenso y un bronce en slalom gigante. Tampoco supieron valorarla y se retiró de forma prematura, tras ganar un mundial y tres europeos a principios de los 90.
Izaskun Manuel fue otra esquiadora que subió a un podio paralímpico con una plata y un bronce en Lillehammer 1994. Y Astrid Fina, la última en conseguirlo con un bronce en snowboard en Pyeongchang 2018. Aunque la reina española sobre el manto blanco es Magda Amo, quien ganó seis medallas, cuatro de ellas de oro en Nagano 1998. No solo surcó las laderas nevadas con los esquís, con esa misma determinación y osadía voló también sobre el foso de arena en salto de longitud, prueba en la que ganó una plata en Barcelona 1992 y un oro en Atlanta 1996. Es la única española que ha disputado los Juegos de Invierno y de Verano.
A pesar de su palmarés, nunca recibió ayuda económica, todo salía de su bolsillo. “En Barcelona nos sentimos por primera vez deportistas de élite. Lo peor, la diferencia con los medallistas olímpicos. Ellos han cobrado una pensión de CaixaBank y nosotros no vimos un duro. Es algo que tengo clavado, el esfuerzo era el mismo y estaba al nivel de algunas atletas videntes”, apunta. Ambas disciplinas le llevaron a lo más alto, pero también al colapso y con solo 26 años se retiró. “Estaba agotada, no podía con mi alma, me bloqueé física y mentalmente. En seis años fui a cinco Juegos Paralímpicos y entre medias, mundiales, europeos, Copas del Mundo, campeonatos de España y de Cataluña. Mi cabeza y mi cuerpo me dijeron basta”, lamenta.
Con los años, el amateurismo dio paso al profesionalismo de los deportistas, y, después de tantas reivindicaciones, se creó en 2005 el Plan ADOP, que ayudó a contribuir a ese cambio con la concesión de becas y con el incremento paulatino de las entradas en los centros de alto rendimiento y de tecnificación deportiva con el objetivo de facilitarles la preparación y trabajar en mejores condiciones. De esa ayuda pudo beneficiarse unos pocos años Sara Carracelas, una de las mejores nadadoras con parálisis cerebral de la historia. Aunque colgó pronto el bañador, con 27 años, por motivos laborales. En sus 16 años en la élite dominó las pruebas de velocidad pura en los dos estilos más rápidos, la espalda y el libre. Consiguió una treintena de medallas entre mundiales y europeos, así como seis oros, una plata y tres bronces en Juegos Paralímpicos.
El judo es una de las disciplinas que más preseas -diez- le ha dado al deporte femenino español en la historia de los Juegos. Con cuatro protagonistas: María del Mar Olmedo, Marta Arce, Mónica Merenciano y Carmen Herrera, la reina ‘Midas’ del tatami. La malagueña participó en tres ediciones y se colgó tres oros consecutivos -Atenas 2004, Pekín 2008 y Londres 2012-. La apodada como ‘Valkiria del Sur’ se topó con barreras en casa propia, en su infancia y adolescencia no pudo practicar deporte alguno por la falta de consenso familiar. “Desde niña era una deportista vocacional, pero a mis padres no les parecía algo bueno que una chica hiciera deporte. Esa frustración la llevé bastante mal y lo primero que hice cuando pude decidir por mí misma fue buscar una actividad física que me gustara. Empecé en atletismo, aunque con 20 años me decanté por el judo porque retas a alguien y a ti misma”, relata.
Aunque han sido muchas las que han aportado su granito para que las mujeres dejen de ser anónimas, crezcan en visibilidad y sean referentes para las niñas, sus logros convierten a Teresa Perales en el adalid del deporte paralímpico femenino en España. Con 19 años, poco después de perder la movilidad de sus piernas por una neuropatía, se lanzó a la piscina con un chaleco salvavidas naranja y verde fosforito, y desde entonces nada ha frenado a la española más laureada: 27 preseas (siete oros, diez platas y diez bronces) en seis Juegos. A ellas se le suma el Premio Princesa de Asturias en 2021, la primera deportista paralímpica en recibirlo.
Ella ha vivido esa evolución del deporte tras más de dos décadas como nadadora. “Mi primera concentración fue en 1998 en el centro de menores de Valcorchero, en Plasencia. En aquella época dependíamos de la cesión de instalaciones deportivas, eran limosna lo que nos daban. Nada que ver con lo que vivimos hoy día, ya que poder entrenar y dormir en un CAR como el de Sierra Nevada o el de Madrid, es un privilegio. Esto era algo impensable hace poco más de diez años porque los paralímpicos no teníamos permitido el acceso a estos centros al no ser considerados deportistas de alto rendimiento”, precisa.
En su discurso, la aragonesa siempre reivindica el foco merecido: “Hasta que no conseguí la medalla número 22 me conocían solo en mi comunidad de vecinos y en Zaragoza. Ahora entre todas vamos abriendo puertas. Los deportistas paralímpicos no sabemos lo que son grandes cantidades económicas, sabemos lo que es competir con una mano delante y otra detrás. En algunos aspectos se han roto barreras invisibles, cuando aparecemos en pantalla y la llenamos con nuestras historias, con nuestros valores o formas de hacer las cosas, la gente nos reconoce”, recalca.
Han aguantado prejuicios a base de lucha, reivindicaciones y triunfos que con los años les han granjeado visibilidad e igualdad. Muchas de ellas, desconocidas para la sociedad, pero que despejaron el camino en sus respectivas modalidades con dosis de trabajo y esfuerzo: Elena Congost (logró el primer oro de la historia en maratón para atletas ciegas), María Hilda Rodríguez y Yolanda Martín (medallistas en boccia), Loida Zabala y Montse Alcoba (halterofilia), Sonia Villalba (hípica), Inés Felipe (piragüismo), Pepi Benítez y Verónica Rodríguez (remo), Alicia Velasco y Lola Ochoa (tenis), María Cinta Campiña (tenis de mesa), Margarita Mora (tiro olímpico) o Carmen Rubio (tiro con arco).
Desde los barracones separados por sexo donde se alojaban en Tel Aviv, hasta el gigante complejo de edificios modernos en la bahía de Tokio; desde las 60.000 pesetas al mes con las que la ONCE ayudó a los deportistas para preparar los Juegos de Barcelona hasta los 70.000 euros por cada medalla de oro en la cita de Japón; desde las dos primeras mujeres en los Juegos de 1968 hasta las 43 de Tokio 2020, donde firmaron 15 de las 36 medallas de España gracias a las triatletas Eva Moral y Susana Rodríguez (con su guía Sara Löehr), a las atletas Miriam Martínez, Adi Iglesias y Sara Martínez, y a las nadadoras Sarai Gascón, Michelle Alonso, Núria Marquès, Teresa Perales y Marta Fernández.
Ahora se suma una nueva hornada con deportistas como Judith Rodríguez (esgrima), Tasy Dmytriv, Nahia Zudaire, Beatriz Lérida (natación), Alba García, Nagore Folgado (atletismo), Dalia Santiago (taekwondo), Amagoia Arrieta (boccia), Andrea Miguélez, Marta Francés (triatlón), María Martín Granizo, Audrey Pascual (esquí), Irati Idiákez (snowboard) o María Manzanero (judo). Desde el empuje de todas ellas, llega una generación preparada, jóvenes promesas, Centros de Alto Rendimiento, con todos los recursos a su alcance, con la tecnología implantándose a su favor, porque son todas las que irán, pero no irán todas las que son; y, de una manera u otra, ellas seguirán agrandando la historia y rompiendo, no solo récords, sino barreras y estereotipos que ayudarán a que París 2024 y Milán-Cortina d’Ampezzo 2026 sean otros eslabones de la cadena del deporte paralímpico español.