Diego de Paz, el genio de la muñeca mágica

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Considerado como uno de los mejores jugadores españoles de la historia en baloncesto en silla de ruedas, ganó 12 ligas, 11 Copas del Rey, una Copa de Europa, así como una plata y un bronce continental con la selección y tres diplomas paralímpicos.

Jesús Ortiz / dxtadaptado.com

Con una canasta cuadrada de madera, un imberbe Diego de Paz daba los primeros pasos para confeccionar un estilo único que cuajó en la élite de un deporte que acabó encumbrándole. En un solar de su familia en Valencina de la Concepción (Sevilla), bajo el sol a plomo empezó a fraguarse una de las grandes figuras del baloncesto español en silla de ruedas. Un coleccionista de trofeos que ganó 12 ligas, 11 Copas del Rey, una Copa de Europa, así como una plata y un bronce continental y tres diplomas paralímpicos con la camiseta de la selección española, que vistió en 173 ocasiones. Pasó de ser un genio precoz a un patriarca que transmitía energía y estímulo a quienes le rodeaban. Anotador incansable y con una prodigiosa muñeca que regalaba magia.

Su romance con el basket llegó por una desilusión con el fútbol sala. “Jugaba de portero en el colegio Cristo Rey, era bueno bajo palos, atrevido, sin miedo. Hasta que me operaron de los tobillos, me lo dejaron fijos y ya no pude jugar más”, cuenta. Fue uno de los últimos niños de la provincia sevillana afectado por poliomielitis. Le pilló con apenas tres meses de vida y le dejó debilidad y perdida muscular en las piernas. “No fue obstáculo, era una cosa normalizada por mi entorno, sabía que tenía una serie de limitaciones, pero mi familia y mis amigos nunca me dieron la espalda. Al revés, siempre buscábamos una alternativa para no verme marginado y participar en las actividades con el resto. Gracias a ellos fui muy feliz”, asegura.

Su entusiasmo y pasión por el baloncesto fue creciendo, así que su hermano mayor, Manolo, junto a su padre, Jerónimo, que era albañil, encargaron un aro de hierro y le construyeron un tablero cementado. Diego pasaba horas y horas acribillando la canasta con incontables recursos. “Ahí nació el amor por este deporte, en ese lugar afiné mi puntería y perfeccioné mi mecánica de tiro. Jugaba con mis amigos y cuando me cansaba de estar de pie me sentaba en un taburete desde el que lanzaba. Eso sí, ponía mis propias normas para que no pudieran defenderme a un metro pegado”, dice entre risas.

Tal era su fervor e innegable talento que, cuatro días antes de cumplir 17 años llamó la atención de los dirigentes del CD ONCE Sevilla, club que se estaba gestando. “Cuando iba con mi madre a mis revisiones en el Virgen del Rocío veía entrenar a los jugadores, pero nunca me ofrecieron la posibilidad de jugar con el equipo que tenía el hospital. Fue gracias a Rafael Martín, cuponero de mi pueblo, quien me invitó una tarde a probar en un entrenamiento con el nuevo equipo de la ciudad. Era junio de 1988 cuando por primera vez me senté en una silla. Recuerdo que eran muy pesadas, de unos 26 kilos, para quitar las ruedas teníamos que echar mano de dos llaves inglesas y el asiento era de tela, pero en comparación con las de los hospitales eran unos bólidos. Me dio una independencia tremenda, sobre ella podía hacer cosas que eran imposibles de pie, como tirar un triple e ir a por el rebote”, explica.

Una progresión meteórica

Aquel bisoño de gran envergadura tenía descaro, un excelso manejo del balón y un pulso firme cuando apuntaba a la canasta. No se equivocó Antonio Delgado Palomo, doble medallista de oro como atleta en los Juegos Paralímpicos de Toronto’76 y uno de los impulsores del baloncesto en silla en la capital hispalense, cuando presagió un gran futuro al valencinero. “Al segundo día que me vio me dijo: ‘De aquí a un año debutarás con la selección española’. Pensé que estaba loco, pero acertó”, confiesa. Con el ONCE Sevilla logró dos ascensos seguidos en la temporada 1990-1991 y debutó en la máxima categoría con un tercer puesto que era un aviso a navegantes de lo que estaba por llegar. En los siguientes tres cursos, el conjunto auriverde conquistó tres ligas y dos ediciones de la Copa del Rey.

“Fue una progresión meteórica, formamos una familia y una máquina de ganar. Era otra época, lo pasábamos muy bien dentro y fuera de la cancha. Recuerdo que, tras cada entreno, al lado del polideportivo Kendall había un bar y allí nos quedábamos horas tomándonos unas cervezas. Había mucha camaradería, también con los rivales, en la pista nos pegábamos hostias, pero luego disfrutábamos del tercer tiempo, como en rugby”, comenta. En el 94 se constituyó el Fundosa -actual CD Ilunion-, al que el ONCE Sevilla tuvo que cederle su plaza en División de Honor y Diego abandonó su casa para enrolarse en las filas del ‘Dream Team’ español, que fichó a los mejores para confeccionar una plantilla de quilates.

“Ha sido de las cosas más duras que he vivido como deportista. Me fui obligado. Trabajaba en Onda Cero, echaba muchas horas y cobraba poco, pero era feliz. Mi primera respuesta fue no, vivía bien en mi ciudad. Recibí algún comentario y presión, así que no me quedó otra que marcharme. No me arrepiento de nada en absoluto, pasé una etapa maravillosa, pero las formas no fueron las mejores”, recalca. Con el club madrileño alzó seis ligas, seis Copas del Rey, una Copa de Europa y una Intercontinental. “Era la columna de la selección española, nos conocíamos a la perfección y disfrutamos mucho. En liga había demasiada diferencia, con el acelerador a la mitad ganábamos de más de 50 puntos, éramos un poco odiados por el resto. La mayor alegría fue conquistar Europa en Sheffield (Gran Bretaña) en 1997 después de dos subcampeonatos”, afirma.

Como anécdota, por aquellas fechas llegó a participar en ‘Carne Trémula’, producción de Pedro Almodóvar, como doble de Javier Bardem. “Vino a un partido nuestro y le encantó tanto que se inspiró para hacer la película. Me decía que yo tenía la misma espalda de bestia que Bardem, un tipo muy simpático que estuvo dos meses entrenando como uno más del equipo. Fue una experiencia estupenda”, cuenta. Lo había ganado todo en Madrid, pero sentía morriña y decidió hacer las maletas para regresar a su casa. “Echaba de menos el estilo de vida en Sevilla y no paré de mover los hilos para volver, sabiendo que iba a ganar bastante menos dinero, pero teniendo para comer y para hacer deporte rodeado de los míos era mucho más feliz. Cuando el Ayuntamiento de Valencina me ofreció trabajo como administrativo no me lo pensé”, confiesa.
De vuelta al ONCE Andalucía

Su muñeca prodigiosa, visión de juego y portentoso tiro contribuyeron a devolver al rebautizado ONCE Andalucía a su esplendor de antaño. En 12 temporadas conquistó seis ligas, cinco Copas del Rey y la Copa André Vergauwen, la Euroliga 1 actual. “Tuvimos mucho mérito, todos éramos andaluces y no había tanto presupuesto. Volver al equipo de mi vida y emerger hacia lo más alto colmó mis aspiraciones. El mejor recuerdo fue el último partido de Liga ante el Sandra Gran Canaria, aún lo veo en vídeo y me pongo nervioso. Teníamos que ganar de 15 puntos porque en la ida caímos por 14 y encima empezamos perdiendo 0-10. A raíz del segundo cuarto nos enchufamos y ya no pudieron pararnos. A falta de pocos segundos logré un 2+1 que nos daba el título”, rememora.

En su segundo periplo en Sevilla su juego evolucionó, de codearse con los rivales en la pintura pasó a ser director de orquesta. También se destapó como un gran triplista, cuyos lanzamientos elegantes, seguros y certeros describían un arco infinito y bajaban con nieve desde el techo del pabellón. Como curiosidad, en 2003 ingresó en el Libro Guinness de los Récords al encestar 15 triples en un minuto. “En mis inicios era pívot por mi altura, pero acabé de base. Cuando nos permitieron jugar atados mejoré en el manejo del balón y me encantó ese nuevo rol. Nunca me ha gustado ser protagonista, no solía mirar mis estadísticas en cuanto a anotación y siempre prefería dar una asistencia porque eso hacia feliz a dos personas”, afirma.

Con casi 40 años, Diego de Paz vivió el peor episodio de su trayectoria con la desaparición del ONCE Andalucía en 2011. “Lo vi venir cuando ganamos la Copa del Rey de 2010 en Toledo. En cuartos de final le dimos una paliza al Fundosa y eso no gustó a los dirigentes de la ONCE, les estábamos robando títulos y protagonismo, así que decidieron quedarse con un solo equipo, el de Madrid. Nos dijeron que nos buscásemos patrocinadores, que no nos iban a ayudar económicamente. Fue un golpe muy duro. Por mi carisma no podía callarme y conté la verdad en los medios, algo que me creó problemas. Estaba preparándome en el centro Luis Braille para ir con la selección al Europeo de Israel hasta que la ONCE me prohibió la entrada”, lamenta.

Sus dos últimos años como profesional los pasó en el BSR Valladolid Fundación Grupo Norte, logrando un subcampeonato de Liga. “En un partido de Copa de Europa en Pucela ante el Besiktas me hicieron una falta antideportiva y caí con todo el peso de mi cuerpo sobre la mano. Sentí un calambrazo tremendo en la muñeca, que ya la tenía fastidiada y esa fue mi última acción. No me gustó retirarme así, pero ya no podía jugar con tanto dolor”, admite.

23 años al servicio de la selección

Su mejor regalo al cumplir los 18 años fue su primera convocatoria con la selección española. “Jamás se me olvidará cuando Miguel Pérez, delegado del club y que fue un segundo padre para mí, me lo comunicó. No me lo creía, fue una alegría tremenda”, apunta. Desde esos Juegos Internacionales de Stoke Mandeville en 1989 hasta su adiós en Londres 2012, Diego jugó 173 partidos con España, con nueve europeos, dos mundiales y tres Juegos Paralímpicos. Ganó dos medallas continentales, una plata en París 1995 -siendo el MVP del torneo-, “donde perdimos de uno (54-55) ante Gran Bretaña y lo tuvimos en nuestras manos”, y un bronce en Nazaret (Israel) en 2011, campeonato al que acudió tras un par de años de ausencia en el combinado nacional.

“No congeniaba con Antonio Jiménez, que presidía la comisión de baloncesto de la federación. Cuando llegó Óscar Trigo al banquillo me convenció para volver, me dijo que sería el abanderado del equipo, él me devolvió la ilusión y le debo mucho. Me lo tomé tan en serio que perdí 25 kilos y el esfuerzo mereció la pena para cumplir un sueño. Ese Europeo fue agónico, encajamos dos derrotas y ganamos a Polonia. Gracias a un triple empate nos metimos en cuartos, donde ganamos a Italia y conseguimos el billete para unas Paralimpiadas 16 años después”, destaca.

Sus primeros Juegos fueron en Barcelona’92, en los que tiene “grabado a fuego el desfile en el estadio de Montjuic. Como aquellos no ha habido ninguno. La gente, a los cinco minutos de vernos jugar se olvidaba de la idea preconcebida con la que iban, la de ver a unos discapacitados. Vivían cada partido con mucha intensidad. Quedamos sextos”. Cuatro años después en Atlanta’96, España se quedó a las puertas del podio con un cuarto puesto. “Fuimos los únicos que les ganamos a Australia (69-56), que se llevó el oro. El pase a la final se nos escapó tras caer con Gran Bretaña (44-50), a la que habíamos vencido en la fase de grupos (54-47). Y acariciamos el bronce ante Estados Unidos (60-66). Teníamos a grandes jugadores, pero el problema es que no éramos un equipo rodillo ni estábamos tan preparados como otros países”, admite. Su despedida de la selección llegó en Londres 2012 con una quinta posición tras superar a Alemania (67-48).

“Me hubiera gustado lograr un metal en unos Juegos, pero el nivel era enorme. La medalla más grande que me llevé fue el cariño de todos mis compañeros y la despedida tan emotiva que me tributaron en la pista. Me hicieron un corrillo y en un altavoz pusieron el himno del Sevilla FC cantado por El Arrebato, así que acabé con lágrimas a flor de piel”, narra el andaluz, que capitaneó a una generación que cuatro años más tarde alcanzaría su cénit en Río de Janeiro 2016 con una plata histórica. “Me sentí parte de ella. En el grupo de WhatsApp de la selección tenían la foto de mi despedida y en algún partido me pedían un vídeo para motivar a los chicos. Esos Juegos los viví de una manera brutal, parecía que estaba allí con ellos mientras pegaba brincos viéndolos por el ordenador. Se lo merecían, por fin lograban el premio por el que tanto habíamos peleado y que para las generaciones anteriores había resultado imposible”, señala.

Actualmente sigue por Internet los encuentros de los equipos españoles de División de Honor y cuando puede acude a algún partido que le pille cerca de casa. Mientras, el pabellón municipal de Valencina de la Concepción, que lleva su nombre, continúa conservando el vuelo de sus triples y el encanto de su muñeca. “Suelo ir con unos amigos y también con mi hijo, que a veces me dice que se aburre porque en el calentamiento meto 15 tiros seguidos. Me da rabia porque tengo la puntería intacta”, apostilla Diego de Paz, un genio que con fe, trabajo y constancia construyó un camino de éxitos bajo la canasta.

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